Poco a poco en las últimas semanas y gracias a distintas voluntades individuales e institucionales que han venido arriesgado la vida por denunciar al mundo entero la verdad de lo que sucede en Gaza, se ha podido acceder a contundentes evidencias de un genocidio en marcha encabezado por el Estado de Israel contra una población gazatí que muere entre la inanición y las armas del ejército de Israel.
La reacción del mundo de hoy se expresa en un formato distinto a la generación que en 1945 conoció los horrores del Holocausto en Núremberg: lejos de la radio y el periódico de aquel entonces, los virales de redes sociales de testimonios, videos y filtraciones de información, dan cuenta del espanto que hoy se vive en medio oriente. Sin embargo, esta indignación no cuenta con la descompresión que las autoridades del bando aliado dieron en aquel entonces pues, gobernantes y empresarios del primer mundo en la actualidad, han optado por respaldar mediante acciones u omisiones las graves violaciones a los derechos humanos que hoy dejan a Netanyahu y su séquito como los criminales de guerra de turno. Esta actitud complaciente la encabezan Estados Unidos y la Unión Europea, aunque con distintos motivos.
Estados Unidos, promotor principal del surgimiento de Israel, les patrocina desde 1948 como un aliado fundamental en el nuevo panorama mundial marcado por la caída de la Alemania Nazi en una región donde no habían tenido presencia previa: como aliado en una zona estratégica para el comercio, rica en petróleo y geopolíticamente útil ante la Unión Soviética, la complicidad entre Israel y EE.UU. se ha manifestado de manera tal que no distingue mayormente entre republicanos y demócratas, desdibujando, incluso, los límites y atribuciones de sus servicios secretos.
Si en algo ha beneficiado al mundo la polarización de EE.UU. es que, entre los trascendidos del caso Epstein y los voladores de luces de Trump en torno a los ataques a las instalaciones nucleares iraníes, dicha complicidad comienza a cuestionarse en el seno de la sociedad. Pero ¿qué hay de la posición de Europa respecto a Israel? Más allá de lo geopolítico y lo comercial, la trama europea en relación con Israel responde a tópicos culturales casi milenarios y sentados también en su sociedad.
Las tensiones entre judíos y cristianos se fundamentan en sus religiones y principalmente en torno la interpretación de la figura de Jesús: los primeros lo reconocen como el mesías y los judíos no. Poco después y por asuntos políticos que entrecruzaron el plano religioso, las autoridades religiosas del judaísmo chocaron con las autoridades romanas: estas últimas, con más poder en ese entonces, decretaron la expulsión de los judíos de su tierra llamada diáspora judía. Como en todos estos conflictos, son las clases dirigentes las que se quedan en el poder o las primeras que se van para conservar sus privilegios. Quienes se quedaron, judíos sin privilegio y sin poder, tienen hoy entre su descendencia población que habita en la zona y probablemente a más de alguna víctima del exterminio en Gaza.
Mientras los judíos exiliados se esparcieron por el mundo antiguo, el cristianismo se consolidaba culturalmente en el Imperio Romano y también en Europa, a través de un papado con un poder casi absoluto. Así, la Edad Media estuvo marcada para los judíos en el exilio por hostigamientos, persecuciones, ejecuciones y por la violencia general que destacó a las autoridades cristianas contra sus objetores de conciencia.
Este trato social derivó en una subcultura judía encerrada en sí misma y en una hegemonía cultural cristiana marcada por su desprecio a los judíos: la Europa que conocemos hoy es heredera directa de esta mentalidad. Esta situación se mantuvo constante hasta el surgimiento del sionismo a fines del siglo XIX cuyo primer congreso se celebra en el corazón de Europa, Ginebra. En ese entonces y bajo la noción de Estado-nación, las sociedades europeas intentaron alinear sociedades de una identidad común en un territorio determinado, y los judíos que adscribieron al sionismo aspiraron a los territorios de los cuales alguna vez fueron expulsados. Una idea funcional para la parte de la población judía partidaria de estas ideas, pero también funcional al interés de Europa de deshacerse de esta colectividad mediante una posibilidad concreta y definitiva.
Tal vez la muestra más simbólica de esta coincidencia de intereses es el Acuerdo de Haavara, firmado en 1933 entre las nuevas autoridades nazis que buscaban expulsar a los judíos de lo que consideraban su espacio vital, y los representantes del movimiento sionista, que buscaban volver a su tierra prometida. A medida que el nazismo fue mostrando su verdadera cara, la posibilidad de sacar a los judíos de Europa siempre estuvo rondando: Madagascar, Uganda, Palestina y América sonaron como posibilidades, aunque el extremismo terminó ganando y el exterminio fue planteado como la solución final a la presencia judía en Europa. Muchas de las sociedades dominadas por Alemania en el peak de la guerra, a pesar de sus heroicas resistencias, colaboraron también en entregar judíos a las autoridades alemanas, haciéndose parte de la marginación incluso después de finalizada la guerra. El peso de la hegemonía cultural de la Europa cristiana se hacía patente con o sin nazismo. Antes, durante y después de la guerra.
Así, como ayer no fue casualidad que el surgimiento de Israel en 1948 haya sido promovido tan fervorosamente por los aliados europeos, no es casualidad que hoy medios como la BBC sean funcionales al cerco informativo israelí; no es casualidad que haya habido arrestos, deportaciones y cancelaciones de matrículas en Alemania por levantar una bandera palestina; no es casualidad que desde los principales puertos europeos sigan saliendo armas a Israel; no es casualidad el silencio con que Europa responde a la invalidación que Netanyahu y Trump dan a la Corte Penal Internacional; tampoco es casualidad que el bloqueo comercial de Irlanda -el único país oportuno en sancionar a Israel- intente ser sofocado por la presión comercial de Alemania e Italia.
Con la digna excepción de Irlanda, en estos últimos días el panorama europeo parece haber cambiado, aunque más por el peso de las circunstancias que por una convicción ética: La Francia de Macron reconoce hace pocos días al estado Palestino -aunque la solución de dos estados fue siempre parte del proyecto original de 1948- y la semana pasada Países Bajos declara a Israel como un "peligro para la seguridad nacional". Alemania e Italia brillan por su cómodo silencio que hoy les reporta beneficios pero que mañana tal vez les cobre factura.
Josep Borrell, político español y alto representante de la Unión Europea hasta el 2024, declaró este año que "Europa está perdiendo su alma en Gaza": tal vez ya la perdió como la perdió anteriormente en el Congo belga, en la hambruna de Bengala en la India o en el campo de exterminio de Auschwitz entre tantos otros ejemplos. O quizás esa es su verdadera alma y Borrell solo la confunde con la falta de poder y hegemonía que hoy tiene, poder y hegemonía ultimada por Trump, el nuevo dueño de Europa, a través de la OTAN y de las pretensiones que tiene sobre Groenlandia y sobre lo que va quedando de Ucrania.
Gaza, la "tumba del alma europea", no es más que una muestra fehaciente de la decadencia de la cultura occidental: la misma que celebraba sus momentos célebres escondiendo los efectos colaterales; la misma que promovía la declaración universal de los derechos humanos mientras escondía la basura debajo de la alfombra en medio oriente, y que hoy no se atreve a una dar una explicación sincera a su evidente debacle.
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