Notable abandono de deberes

Como diría Montaigne, yo soy la materia de este juicio; y, al acusar a mi generación no hago sino acusarme a mí mismo. Lo digo así porque sería indecoroso, casi ridículo, alzar un dedo acusador sin reconocer que la culpa que describo es también mía. La falta es grave y no admite rodeos: mi generación incumplió el primer deber sagrado de una República, que es transmitir a las nuevas generaciones sus valores, su memoria y su épica democrática. No hablo de estructuras institucionales; hablo de carácter, esa sustancia moral que no se hereda por genética ni por memorización, sino por convivencia. Aquello que debió pasar de manos firmes a manos jóvenes lo dejamos caer como quien deja caer un testimonio que ya no sabe interpretar.

Pertenecemos a una generación que conoció la sombra y luego la luz. Sabemos, por experiencia vivida, que la democracia no es un trámite ni una etiqueta, sino la diferencia entre vida y muerte, entre dignidad y humillación, entre comunidad y miedo. Y, sin embargo, callamos demasiado. Convertimos la memoria en ceremonia. Dejamos que la historia reciente se diluyera ante los jóvenes en formalidades escolares, actos desganados y discusiones ideológicas que jamás aterrizaron en lo humano, en lo íntimo, en lo real. Aquello que para nosotros fue miedo, para ellos se volvió normalidad; lo que para nosotros fue lucha, para ellos se volvió diapositiva; lo que para nosotros fue un quiebre vital, para ellos no fue más que un capítulo que nadie se esforzó demasiado en hacerles comprender.

En toda república, la educación cívica debería ser el hogar donde los ciudadanos aprenden el respeto a la ley, el límite del poder, el valor del disenso y la dignidad del otro. Es la escuela del carácter democrático. Nosotros, en cambio, la dejamos marchitar. Permitimos que se transformara en un glosario inerte. Aceptamos que el aula reemplazara la experiencia por la evaluación, la reflexión por la planilla, la ciudadanía por la competencia. No defendimos lo esencial: que la democracia se aprende viviéndola, no leyéndola. Formamos estudiantes, sí; pero no formamos ciudadanos. Los dejamos solos en un mundo donde la información abunda y el criterio escasea, confiando ingenuamente en que Internet educaría, como si el torrente de datos pudiera sustituir a la conversación, al ejemplo y a la responsabilidad adulta.

Nos indigna que los jóvenes no voten, que no quieran tener hijos. Da rabia que no creen en la política, que vivan al ritmo de la inmediatez, que cambien de opinión con la ligereza con que se cambia de aplicación en el teléfono. Como recordaba Montaigne, "nos juzgamos por comparación con los otros, y siempre con ventaja; cada hombre lleva en sí entero el modelo de la condición humana". Formar una familia, comprometerse con un país, apostar por la vida en común: todo eso exige algo que nosotros administramos con torpeza, la confianza en el futuro. ¿Y qué país heredaron? Empleos precarios, vivienda inalcanzable, salud inasegurable, política espectacularizada, instituciones fatigadas y un clima de desconfianza que vuelve sospechoso todo lo público. No es que no quieran comprometerse: es que no ven dónde. No es que no creen: es que no les dimos razones para creer.

No es que esté desvalorizando todo lo que se ha hecho y se ha construido. Los jóvenes ni siquiera logran imaginarse el país pobre, sumamente pobre, que éramos, y los enormes avances que hemos tenido desde la vuelta a la democracia. Pero, ¿quién debió haber contado la historia?

Los derechos humanos, la tolerancia, la dignidad del otro, el rechazo a la violencia política, el respeto por la verdad pública: ninguna de estas virtudes florece sola. Se aprenden viendo a los adultos encarnarlas. Pero los jóvenes vieron demasiadas veces lo contrario: insultos convertidos en discurso, instituciones defendiendo su prestigio antes que su misión, políticos actuando como celebridades, periodistas transformados en comentaristas furiosos, intelectuales sustituyendo el pensamiento por la consigna, ciudadanos más atentos a la red social que a la comunidad. Allí donde los adultos no enseñan virtud democrática, otros enseñan otra cosa: orden autoritario, desdén por los derechos humanos, soluciones rápidas a problemas complejos, desprecio por el diferente. El vacío nunca queda vacío; lo ocupa alguien.

Si este fuera un tribunal de la moral pública, el veredicto sería inapelable: culpables. No por maldad, sino por omisión; no por crueldad, sino por cansancio; no por desprecio, sino por distracción. Pero culpables. Y, sin embargo, la república siempre deja una puerta entreabierta a quienes reconocen sus faltas. La apelación no es jurídica, sino ética: empezar ahora lo que debimos hacer hace décadas. Hablar con nuestros hijos con la verdad entera y sin retórica. Restituir la educación cívica como experiencia y no como vocabulario. Detener el cinismo, aunque sea en nosotros mismos. Enseñar paciencia republicana, moderación, respeto, tolerancia, dignidad. Mostrar con hechos que la democracia vale la pena vivirla, defenderla y legarla.

La transmisión intergeneracional no es una costumbre: es la respiración misma de la república. Nosotros olvidamos respirar. Tal vez aún estemos a tiempo de recuperar el aliento, de que nuestro legado no sea solo este catálogo de omisiones, sino el gesto humilde -y quizá reparador- de decirles a quienes vienen después que, pese a nuestras faltas, seguimos creyendo que la democracia y la dignidad humana son, todavía, nuestra causa común. Parafraseando a Cicerón, ninguna república está más cerca de su ruina que aquella en la que los ciudadanos dejan de transmitir a sus hijos no solo las virtudes, sino también la esperanza. Porque una comunidad no se desmorona cuando pierde una elección, sino cuando deja de imaginar el mañana. Y eso hicimos nosotros: no solo no transmitimos la democracia; tampoco transmitimos el futuro.

O, peor aún, lo entregamos deformado, empequeñecido, sin grandeza, como si hubiéramos reducido el destino colectivo a una pelea de borrachos debajo de un puente del Mapocho, donde nadie recuerda por qué pelea, nadie escucha a nadie, y todos creen tener la razón mientras el río sigue su curso, indiferente a nuestras pequeñas miserias.

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