Cada año, miles de personas mueren en las calles y carreteras de nuestro país. Miles más quedan con lesiones que les cambian la vida para siempre: cuerpos fracturados, memorias borradas, familias deshechas. Y, sin embargo, parece que nada nos conmueve. Hemos aprendido a convivir con el dolor ajeno, a mirar hacia otro lado, a naturalizar la tragedia cotidiana del tránsito. Nos hemos convertido en una sociedad indiferente.
No nos pasa nada cuando escuchamos que un joven murió atropellado camino a su trabajo, que una madre perdió la vida mientras cruzaba la calle con su hijo o que un furgón escolar fue completamente destruido. No nos pasa nada cuando vemos las cruces y animitas que se multiplican al borde del camino. "No nos pasa nada", y ese es, quizás, el síntoma más grave de todos.
Estas conductas no son errores, sino actos conscientes de irresponsabilidad. No hablamos de accidentes ni de mala suerte, sino de decisiones humanas: conducir manipulando el celular, exceder la velocidad permitida, manejar bajo los efectos del alcohol o las drogas. Lo más doloroso es que todas las causas de estos siniestros son evitables.
A ello se suma una fiscalización débil que no logra abordar la magnitud del problema, leyes que no se fortalecen con estrategias masivas y una gobernanza vial dormida, incapaz de asumir que la seguridad vial es una cuestión de salud pública, de ética y de humanidad.
Cada tercer domingo de noviembre el mundo conmemora a las víctimas de siniestros viales. Se encienden velas, se guardan minutos de silencio, se leen nombres y relatos. Pero al día siguiente todo sigue igual, nada cambia. Volvemos a mirar el celular al conducir, a cruzar con luz roja, a no respetar la ley de tránsito en su conjunto. Esa desconexión entre el recuerdo y la acción refleja nuestra indiferencia colectiva, propia de una sociedad individualista.
No basta con recordar: hay que actuar. Hay que transformar el dolor en acción, la pérdida en compromiso y la memoria en políticas efectivas. Necesitamos una sociedad que cuide, que se haga cargo, que no tolere más muertes evitables. Una sociedad que entienda que cada víctima vial no es una cifra, sino una historia rota que podría haber sido la nuestra.
Las vías no deberían ser un campo de batalla donde prime el más grande o el más veloz, sino un espacio de convivencia donde todos los actores sean reconocidos por igual. No podemos seguir aceptando que la vida en las calles valga tan poco y no pase nada. La pregunta es: ¿cuántas vidas más nos tomará despertar?
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