En el siglo XXI, el acceso a la energía debería ser tan incuestionable como el acceso al agua potable o a la educación. Sin embargo, seguimos tratándola como un servicio, sin reconocerla plenamente como un derecho humano esencial para una vida digna y un pilar de la justicia social. Esta visión perpetúa la desigualdad y debilita una transición energética justa.
Considerar la energía solo como un bien transable ignora a millones de personas que viven en pobreza energética, sin electricidad confiable para iluminar sus hogares, calefaccionar o conservar alimentos. Esto afecta la salud, la educación y las oportunidades económicas. En América Latina y el Caribe (ALC), la situación es especialmente crítica: aproximadamente 17 millones de personas carecen aún de electricidad, concentrándose la mayoría en zonas rurales y comunidades indígenas.
La situación es paradójica. Aunque la energía es clave para derechos como la salud, la vivienda y el trabajo, no está explícitamente reconocida como un derecho humano. Esta laguna permite que las políticas energéticas muchas veces dejen atrás a los más vulnerables.
Para millones de personas, el acceso a la electricidad representa la diferencia entre la pobreza y la posibilidad de desarrollo. Es un habilitador de otros derechos fundamentales: permite el estudio en horario nocturno, la conservación de medicamentos, el acceso a información vital y la conexión con el mundo. Sin este derecho garantizado, las brechas sociales y económicas se profundizan, impidiendo el pleno desarrollo de las capacidades individuales y colectivas.
En esta línea, la incorporación de energías renovables a la matriz energética es un pilar fundamental para el progreso social. Tiene el potencial de mejorar la calidad de vida de comunidades diversas, incluyendo aquellas históricamente marginadas. Al democratizar el acceso a fuentes de energía limpia, se fomenta la reducción de costos energéticos, lo que se debiera traducir en un alivio económico para los hogares de menores ingresos y las pequeñas empresas.
Es hora de un cambio de paradigma. Se debe reconocer la energía como un derecho humano, crear marcos legales sólidos, implementar políticas accesibles e invertir en infraestructuras que lleguen a todos. Garantizar el acceso universal a la energía, especialmente a través de fuentes renovables, es una cuestión de justicia social y un paso indispensable para construir una ALC más equitativa y sostenible, donde la energía impulse dignidad y desarrollo para cada uno de sus habitantes.
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