Ébano y amapolas cubrían la cama de Morfeo, balsámica divinidad griega. Silentes alas le permitían manifestarse en cualquier momento y lugar y aun castigado por revelar secretos del Olimpo a los mortales, no dejaría de prodigarles el sosiego y los sueños, ese “arte involuntario” al decir del filósofo de Königsberg.
Sigmund Freud mencionaba tres grandes humillaciones humanas: Galileo, negándonos ser el centro del Universo; Darwin, vedándonos la cúspide de la creación y el psicoanálisis, advirtiendo que no controlamos nuestra mente, "El yo no es el señor de su propia casa".
Esta doctrina implicaba una teoría de los sueños como realización de deseos insatisfechos o reprimidos. Así, imágenes aparentemente absurdas reflejaban la actividad subconsciente acreditando libidinosos afanes disfrazados; camuflaje que el yo ejercía al considerarlos censurables por algún motivo.
La idea freudiana sería enriquecida por Jung advirtiendo que esas fantasías más bien denotan significados profundos, compensadores y hasta educativos. Adler, por su parte, los estimaba “protesta viril o masculina” originada en sentimientos de inferioridad cuya finalidad es resolver problemas personales.
En remotos tiempos bíblicos, cuando se creía que los sueños eran mensajes cifrados y proféticos de origen divino, hubo dos peritos en la materia: José y Daniel. Ambos asesorados desde las alturas, eso sí.
La semblanza del primero es conocida: hijo de Jacob, odiado por sus once hermanos gracias a su costumbre de informar al padre “la mala fama de ellos” durante el pastoreo de las ovejas. Éstos, indignados por su vanidad cuando les contó que había soñado que el sol, la luna y once estrellas se inclinaban ante él, lo venden a unos mercaderes trashumantes.
En Egipto lo compra Potifar, funcionario faraónico.
Como todo lo que hacía prosperaba, pronto ascendería a mayordomo. Y el aire fresco de su juventud inflamaría a la esposa del amo; José, rehusando las pretensiones eróticas de la doña, cosecharía calumnias y cárcel donde descifrará los sueños del copero y del panadero del Faraón, recluidos por distintos delitos.
El copero volvió a la corte, restituido en sus funciones y el panadero ahorcado, según las exactas predicciones de José.
En el interín, ni magos ni sabios tranquilizaban al mustio soberano soñando con siete vacas gordas y siete flacas devorándolas o, lo mismo, pero con espigas de trigo. Entonces, José, traído por el copero, le augura que “vienen siete años de abundancia y tras ellos siete años de hambre”. Agregando, “provéase de un varón prudente y sabio, y póngalo sobre la tierra y que junte provisión en los años buenos para los malos.”
Naturalmente, el Faraón lo nombró su visir o segundo hombre del imperio.
A la exuberancia siguió la hambruna, y sus hermanos llegarían en busca de provisiones. Él los somete a duras pruebas antes de darse a conocer, y los envía de regreso cargados de alimentos. Finalmente, Jacob y sus familias se instalan en tierras egipcias; al morir José comenzarían las aflicciones judías hasta el éxodo con Moisés.
Para Daniel la rueda de la Fortuna rechinó distinta. De linaje principesco, versado en letras y ciencias sería llevado a la espléndida sede babilónica de Nabucodonosor, al sur de la actual Bagdad, cuando éste gobernante sometió a Jerusalén.
Nabuco sufría visiones perturbadoras y no las recordaba. Sus magos y astrólogos le decían, dinos qué ves y lo traduciremos. Lo olvidé, respondía él y agregaba amenazante, si no me lo muestran y explican los haré pedazos y sus casas serán convertidas en muladares.
In extremis le presentan a Daniel. ¿Podrás hacerlo? inquirió el afligido monarca. Sí, contesta el joven. Tú, contemplabas una gran imagen de oro, con pecho y brazos de plata; vientre y muslos de bronce; pies de hierro y de barro. Hasta que una afilada piedra hirió sus pies y los desmenuzó y al hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro, el viento se las llevó.
Mas la piedra hiriente se transformó en un gran monte.
Eso soñaste. Tú eres aquella cabeza de oro, después de ti vendrá otro señorío, luego un tercero. El cuarto será fuerte cual hierro y quebrantará todo. Y los pies y los dedos, de barro y hierro, serán un reino dividido. Mas Dios levantará un poder eterno y mostró al rey el porvenir; y la alegoría es verdadera.
Nabucodonosor dedujo que él reinaría para siempre y se postró ante Daniel. Y éste, como José, tuvo su premio: gobernador de Babilonia y jefe de los sabios y nigromantes de esos dominios.
Daniel a sus cualidades adivinatorias y proféticas, anuncio del Mesías y del fin de los tiempos, agregaría el prodigio de dormir plácidamente una noche en un foso rodeado de hambrientos leones, adonde fuera conducido por envidiosas intrigas. También tuvo el mérito de salvar a la bella Susana de dos lascivos magistrados acordes en seducirla mientras se bañaba en su jardín.
Rechazados por la íntegra mujer de Joaquín, los jueces la acusan de adulterio con un muchacho en el vergel del esposo, imputación que para la barbarie moral del Antiguo Testamento significaba morir apedreada. Sin embargo, el adolescente Daniel reprende a quienes la llevan al martirio y pide que lo dejen interrogar a los difamadores.
Les pregunta bajo qué árbol yacía ella con su amante, uno dijo, "de un lentisco". "De una encina", declaró el otro. Entonces, Susana sería exculpada, y los lúbricos veteranos ejecutados.
Esta pretérita y granada crónica de abuso de poder con final feliz ha sido recreada por los pinceles de Rembrandt, Rubens, Tintoretto, el Veronés y Ricci, entre otros.
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