Las extrañas posturas de los yoguis que acostumbrábamos ver en documentales de culturas exóticas, hoy son vistas en plena Alameda. Decenas de personas saludan al sol en sus mats de yoga sobre un cemento que más conoce de ruedas infernales y apasionadas protestas que de cuerpos recostados en conexión con su espíritu.
Allí donde circulan los vicios de la ciudad, un espejismo de liberación oriental se ha hecho visible en los últimos años. Eventos como la Expo Yoga realizada este fin de semana en Santiago, dan cuenta de un fenómeno que se afianza progresivamente, la apropiación de Occidente de las expresiones culturales de Oriente.
Escuelas de Budismo, especialistas en chakras, centros de meditación, talleres de danza oriental. El símbolo yin yang ha quedado corto; ahora vemos mandalas por doquier o deidades hindúes decorando nuestras salas (aunque no sepamos cuál es la Trimurti hinduista).
Y qué decir de los anhelados viajes al sudeste asiático o a India, transformados a estas alturas en un fetiche hiper moderno. ¿Qué es lo que tanto ansía Occidente de Oriente?
Con la muerte del Dios cristiano sentenciada por Nietzsche hace más de un siglo, sobrevino la era de la razón, la ciencia y el consumo, en la que el occidental desterró el sistema de valores de la Iglesia y erigió como nuevo dios al mercado, cuyos mandamientos impulsaron a un ser humano apasionado por las marcas, hedonista, ávido de novedades, narciso e individualista.
Pero con la vorágine de consumo desatada en las últimas décadas, el dios mercado ha dejado heridas en sus fieles ya que “la característica más prominente de la sociedad de consumidores es su capacidad de transformar a los consumidores en productos consumibles” como explica Zygmunt Bauman.
La reducción de las personas como mercancías transables ha generado un estado de crisis en la identidad del occidental, saturado de información, competitivo, apático y en sensación de vacío existencial.
Llegó entonces el momento de mirar hacia afuera y encontrar una guía. Y ahí está Oriente, con sus misteriosos y novedosos rincones, sugerentes aromas y una propuesta de espiritualidad seductora.
Surge así la “espiritualidad consumista” como señala Gilles Lipovetsky “cuando domina una concepción mundana y subjetiva de la salvación, aparece la comercialización de las actividades religiosas ya que los individuos necesitan encontrar ‘en el exterior’ medios para consolidar los universos de sentido que la religión institucional no alcanza ya a construir”.
Y es que las expresiones culturales de Oriente responden cómodamente al paradigma de eficiencia del occidental.
Ante la necesidad de un referente de simple apropiación, lo oriental se nos presenta como una fascinante alternativa a nuestro vacío debido al carácter “triple pack” de sus costumbres, esto es, reunir en una misma expresión una dimensión estética, corporal y espiritual de fácil asimilación.
Por ejemplo ¿cuál es la gracia del yoga para el mercado? En las Iglesias no nos tonificamos. La vestimenta apropiada a usar es aburrida. Y más que conectarnos con Dios, hay que pasar por la burocracia de santos y ángeles para agendar una cita con el Redentor.
Pero con el yoga no. Con el yoga somos más esbeltos, nuestras ropas son llamativas y libres, y somos conscientes de nuestros chakras, de nuestros centros de energía, porque con el yoga nosotros somos dios. Qué mejor entonces, todo en uno.
Y así en las empresas qué decir. El mindfulness causa furor en los ejecutivos con la promesa de rendir mejor basados en el concepto de conciencia plena de la meditación budista.
Sin embargo, resulta curioso lo que sucede con el latinoamericano más que con el occidental. La moda de lo oriental llegó a este lado del mundo porque ya se instaló antes en Europa y Estados Unidos, y nosotros como de costumbre, recibimos los rezagos de aquellos movimientos del mercado cultural del “primer mundo”.
Pero, si también hemos sentido la muerte del Dios cristiano ¿por qué en Chile no hemos recurrido al interior, a nuestros pueblos originarios?
¿Por qué preferimos saber de chakras, yoga y meditaciones budistas en vez de investigar y apropiarnos más de lo mapuche, por ejemplo?
Hace unos días carabineros de Chile ha dado muerte al joven mapuche Camilo Catrillanca. Pero nosotros también lo hemos matado. Con nuestra ignorancia, con nuestra indiferencia, con nuestro desprecio.
Si como latinoamericanos, como chilenos, hemos decidido preferir al Buda sonriente, al Ganesha o a los mantras en vez del Guillatún, del We Tripantu o el sonido del cultrún, no es por la globalización ni por la industria cultural, es porque como chilenos seguimos siendo incapaces de crear nuestra identidad con una genuina autoestima y seguridad en nuestras raíces, sumidos más en las apariencias de una cultura aspiracional que está tan lejos del ideal zen oriental como del carácter fuerte del mapuche.
No se trata de subestimar a las culturas lejanas, no es incorrecto interesarse por el mundo oriental, pero algo nos sucede que sólo miramos hacia afuera cuando mucha sabiduría y fuente de conexión con ese Dios que sentimos muerto, nos pueden brindar nuestros propios pueblos originarios.
Seguimos oprimiendo nuestras raíces. En palabras del poeta David Aniñar, “Somos mapuche de hormigón/ Debajo del asfalto duerme nuestra madre/ Explotada por un cabrón”.
La tierra, la cultura raíz, la sangre que se resiste a ser extinta, encuentra en nosotros más calcomanías del mantra Om en nuestros autos que conocimiento y respeto hacia nuestros ancestros.
Namasté Camilo.
Pewkallal Camilo. Adiós Camilo. Da igual.
Mejor Justicia, Camilo.
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