El proyecto de ley que reforma el Sistema de Subsidio por Incapacidad Laboral (SIL), presentado por el Ejecutivo en julio de 2025 (Mensaje N° 118-373), introduce modificaciones estructurales al tratamiento de las licencias médicas en el sector público. Entre sus principales propuestas se encuentran la sustitución del pago íntegro de la remuneración durante una licencia médica por un subsidio con tope imponible, el uso de licencias médicas rechazadas como causal de vacancia por salud incompatible, y el fortalecimiento del poder fiscalizador de la Comisión de Medicina Preventiva e Invalidez (Compin), incluyendo el acceso a datos personales como viajes o actividades privadas. Esta iniciativa no solo reduce derechos laborales, sino que golpea con especial fuerza a quienes, históricamente, han sostenido los servicios públicos: las mujeres.
La reforma se presenta bajo el argumento de la eficiencia fiscal y la "equidad" entre trabajadores del sector público y privado. Sin embargo, esta supuesta equidad opera bajo una lógica de nivelación hacia abajo, ignorando las condiciones estructurales del empleo público y, en particular, el impacto diferenciado que tienen estas medidas sobre las trabajadoras. No se trata solo de un ajuste presupuestario, sino de una reforma que penaliza el derecho a enfermar y refuerza la precarización, sobre todo en sectores con alta presencia de fuerza laboral formada por mujeres, como la salud, la educación y los servicios municipales. No reconocer que también hay una dimensión de género en la reforma que se pretende impulsar es invisibilizar las condiciones reales en que las mujeres trabajan en el Estado.
La eliminación del pago íntegro durante la licencia médica no es un tecnicismo, es un retroceso en derechos. Significa que quienes enfrenten una enfermedad verán mermados sus ingresos. Esto afecta especialmente a las mujeres, quienes según todas las estadísticas disponibles, no solo tienen peores condiciones laborales en el Estado, sino que además asumen mayoritariamente las tareas de cuidado. Enfermarse hoy implicará una pérdida económica directa. Se vulnera así el principio de la seguridad social: proteger ingresos ante contingencias que impiden trabajar.
Además, la reforma puede fomentar el "presentismo laboral", es decir, acudir a trabajar estando enfermas o cuidando a otros, por temor a perder remuneración o ser sancionadas. Esta práctica, común por presión económica o institucional, tiene consecuencias graves: deterioro de la salud, aumento del estrés laboral y riesgo de contagio en entornos colectivos como en el transporte público.
La propuesta también otorga nuevas facultades a las Compin para fiscalizar a quienes usan licencias médicas, incluyendo el acceso a datos personales como viajes, desplazamientos u otras actividades privadas. Esto instala una presunción generalizada de fraude, vulnerando el principio de buena fe y promoviendo un clima de vigilancia que afecta desproporcionadamente a quienes ya enfrentan discriminación o precariedad en el sistema. En una sociedad donde aún persisten estereotipos que cuestionan la legitimidad del sufrimiento -por ejemplo, en enfermedades como la salud mental o el dolor crónico-, estas medidas abren espacio a nuevas formas de arbitrariedad y violencia institucional.
Por otro lado, resulta particularmente grave la posibilidad de usar licencias rechazadas como causal de salud incompatible. Muchas veces las licencias se rechazan por motivos administrativos, sin evaluar adecuadamente la condición médica. Esto expone a funcionarios y funcionarias a una eventual desvinculación basada en criterios opacos, sin garantías clínicas ni derecho efectivo a defensa.
A todo esto se suma un déficit de legitimidad en el proceso legislativo: no hubo diálogo social ni participación sustantiva de los gremios, muchos de ellos liderados por mujeres que conocen de primera mano la carga laboral y la tensión entre el trabajo y el cuidado. Se legisla desde una lógica economicista, ajena a la experiencia cotidiana de las y los trabajadores públicos, particularmente aquellas que sostienen escuelas, jardines infantiles, postas rurales o centros comunitarios.
En definitiva, esta reforma no moderniza ni fortalece el empleo público: lo debilita. Bajo una retórica de eficiencia, se encubre una transferencia de costos desde el Estado hacia sus funcionarias y funcionarios, especialmente hacia aquellas que ya enfrentan múltiples desigualdades. En lugar de construir un Estado que cuide a quienes cuidan, se impone una lógica de sospecha, castigo y desprotección.
Por último, la salud laboral no puede abordarse sin perspectiva de género. Necesitamos políticas que reconozcan las trayectorias diferenciadas de hombres y mujeres en el trabajo, y que garanticen condiciones justas para quienes han sostenido el Estado incluso en condiciones adversas. Castigar la enfermedad y precarizar el cuidado no es eficiencia: es regresión. Lo urgente es abrir un diálogo real y construir una reforma centrada en la dignidad del trabajo, la equidad sustantiva y el derecho a cuidar y ser cuidado sin empobrecimiento ni persecución.
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