Si Barba Azul castigaba la curiosidad de sus mujeres asesinándolas,el más absoluto de los reyes anglosajones, Enrique VIII, ordenaba eliminar a algunas de las suyas por no parirle hijos varones que aseguraran la continuidad familiar en el trono, aun a costa de imputaciones fraudulentas y mediante discutibles procesos.
De la primera, Catalina de Aragón, sólo su hija María sobrevivió a la infancia; tras la alambicada anulación del enlace siguió considerándose esposa legítima y reina, pero Enrique la exonera de la Corte obligándola a pasar el resto de su existencia recluida en el castillo de Kimbolton.(1)
La sucesora, Ana Bolena, después del nacimiento de su hija Isabel perdería puntos a causa de dos embarazos fallidos. Arrestada por brujería, traición, adulterio e incesto fue ejecutada.
Es la oportunidad de Jane Seymour quien tendría al príncipe Eduardo, razón por la cual su majestad la llamaría mi verdadera esposa. Pero, como Jane falleció a los pocos días del parto y el niño era enfermizo decidió casarse una vez más. Tomás Cromwell sugirió a Ana de Cleves; Enrique, sin encontrarla atractiva la desposó aunque en privado era la yegua de Flandes.
Pronto, por motivos sentimentales y razones políticas se divorcia de ella otorgándole la dignidad de Hermana del rey amén de una mansión para vivir.
Y Cromwell artífice de la boda enviado al patíbulo.
Corresponde el turno de Catalina Howard. Enrique, viejo y obeso, colmó a la joven de regalos, sin embargo, la insatisfecha reina buscaría entretención con un cortesano y un secretario, ambos prestamente descabezados al descubrirse la cornuda urdimbre. Antes de ajusticiar a la Howard el casamiento estaba revocado.
Cierra la serie de himeneos reales la rica viuda Catalina Parr, una calvinista que sin perder la sumisión discutía de religión con el monarca anglicano, lo ayudó a reconciliarse con sus hijas María e Isabel, y mantendría el matrimonio hasta convertirse en reina viuda.
Enrique VIII protector del humanismo y de las ciencias sería sepultado junto a Jane Seymour.
Cabe destacar que para este músico y poeta, cazador, ludópata y aficionado al royal tennis, tanta veleidad conyugal le significó ser excomulgado por el Papa pero él se compensaría convenientemente auto designándose jefe supremo de la Iglesia anglicana.
También hubo consecuencias para Tomás Moro, (1478 – 1535) teólogo católico, político y escritor humanista, pues siendo lord canciller se había opuesto a la nulidad con Catalina de Aragón y no se pronunció acerca de que su señor liderara la Iglesia de Inglaterra, por eso renunciaría al cargo sin ignorar los riesgos.
Durante un tiempo el rey lo dejó tranquilo. Sólo por un tiempo porque no tardaría en habilitar para él un calabozo en la Torre de Londres y enjuiciarlo por alta traición. Condenado, no perdería su sentido del humor y se dice que mientras subía al cadalso dijo al verdugo: “Le ruego, que me ayude a subir, que para bajar, sabré arreglármelas yo mismo”.
Si bien para algunos historiadores Moro fue moderado y relativamente tolerante con el protestantismo, y otros sostienen que las persecuciones y “la promoción del exterminio de los reformistas” traicionaban sus convicciones humanistas, ninguno discute que su obra magna es Utopía título que podría traducirse como lugar bueno o no existente.
La primera parte es un diálogo sobre cuestiones filosóficas, políticas y económicas con reflexiones de admirable actualidad.
Así, cuando miro esas repúblicas que hoy florecen, no veo sino la conjura de los ricos procurándose comodidades en nombre de la república. Inventan artificios para conservar las cosas ganadas con malas artes, y para abusar de los pobres pagándoles por su trabajo tan poco dinero como pueden. Y cuando han decretado que tales argucias se lleven a efecto se convierten en leyes.
La segunda parte describe Utopía, isla imaginaria con una sociedad patriarcal y pacífica, libertad religiosa y respeto por todas las creencias, la propiedad es común y sus autoridades son elegidas por voto popular indirecto. La jornada laboral tiene seis horas y en el tiempo libre se cultiva la creatividad e inteligencia a través de la lectura, música, conversación, juegos matemáticos, etc.
En un pasaje puede leerse:
“A los que padecen dolencias incurables, procuran consolarlos platicándoles. Si el mal origina crueles sufrimientos, les dicen que como no pueden cumplir con los deberes de la vida, son una molestia para los demás y se dañan a sí mismos, pues sólo sobreviven a su propia muerte, deben disponerse a morir con la esperanza de huir del suplicio; o consentir que otros lo liberen. Los que son persuadidos se dejan morir de hambre voluntariamente o mueren durante el sueño. A nadie fuerzan. Mas consideran honrosa la muerte de los que así renuncian a la vida”.
Una clarísima justificación del suicidio y la eutanasia, con el único requisito de la voluntad del afectado es la planteada por este escogido varón, santo por partida doble: católico y anglicano. Y al cual Juan Pablo II proclamara patrono de los políticos y gobernantes.
En términos náuticos, si nuestros parlamentarios cristianos se hubiesen ceñido una cuarta a las opiniones de ilustre Moro no habrían rechazado la ley denominada de “muerte digna” o de eutanasia obligando a los enfermos terminales a padecer el “encarnizamiento terapéutico”, es decir, la conservación artificial de la vida o sobrevivencia frente a su propia muerte.
Sin duda en Utopía transformarían en ley el proyecto de interrupción del embarazo por tres causales, que no obliga a nada, sólo entrega posibilidades de decisión a la mujer.
Veremos qué ocurre con nuestros legisladores.
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