Una boda y un asesinato

Las monarquías europeas son hoy una curiosidad turística o tema para revistas del corazón y su influencia es inexistente. La corona inglesa es un caso aparte. Dueña de la mayor superficie de tierra en un país pequeño -palacios, castillos, monumentos históricos, parques, bosques, jardines, etc.-, sus miembros se cuentan entre la gente más rica del mundo. Los privilegios personales, políticos, sociales y de todo orden que poseen son tantos que enumerarlos llenaría muchas páginas. Pese a que esta “aristocracia” dista de merecer tal nombre –no son los mejores en nada, no son buenos para nada, a veces ni siquiera son presentables-, goza de total impunidad, jamás responde por sus actos, constituye uno de los peores despilfarros del planeta.

El ascendiente de esta realeza entre sus súbditos es discutible: nadie ha podido explicar en qué consiste o para qué sirve. Se dice que la soberana ha hecho muy bien su papel, lo que equivale a decir que apenas ha abierto la boca en 60 años de reinado.

Si se ha comportado con dignidad, es decir, si ha cumplido rígidamente las huecas y absurdas formalidades del cargo, en ningún momento ha mostrado un ápice de inteligencia, sensibilidad, cultura u otros rasgos que la acerquen a un ser humano. Porque el resto de su noble familia está compuesta hasta tal punto de aventureros, figurones, inanidades, que ella, en comparación, brilla como un genio.

Tal vez el peor de sus descendientes es Carlos, un triste personaje, casado con la patética Camilla Parker-Bowles. William, su primogénito, de quien poco se sabe, recién desposó a Kate Middleton, de clase media acomodada y seguramente una arribista de marca mayor.

En honor a la verdad, la joven es atractiva, lo que es sobresaliente en un ámbito donde la fealdad impera sin contrapesos.

Ambos serán reyes en un tiempo más, o sea, repetirán hasta el infinito los necios rituales de sus investiduras. Por supuesto, lo anterior, que es de mero sentido común, tenía que dejarse fuera del colosal despliegue publicitario que se produjo con motivo de la boda.

Tampoco es lícito pedir a los medios que se abstengan de informar el evento. Pero ¿es razonable dedicar días completos a esa ceremonia en Chile, nación sin ningún lazo significativo con el Reino Unido? Por suerte, no pertenecemos al grupo de países que fueron colonias inglesas y que hoy forman parte de las regiones más catastróficas del mundo.

En uno de esos países, Pakistán, superpoblado, pobrísimo, violento, corrupto, con una terrible herencia de la dominación europea, comandos norteamericanos asesinaron a Osama Bin Laden. Por cierto, el líder del Al Qaeda tenía cuentas pendientes con la justicia, lo que significa, sobre todo para la retórica democrática estadounidense, que debió, cuando menos, ser llevado ante un tribunal y juzgado por los delitos que se le comprobaran. Quizá esto sea pedir mucho, dada la extrema susceptibilidad que genera.

Sin embargo, lo que se vio, se oyó, se leyó tras su muerte supera todo lo imaginable en materia de cinismo político. El Presidente Obama, junto a las figuras más poderosas de su gobierno, miró el ajusticiamiento por televisión y luego dijo que Estados Unidos puede hacer lo que quiera.

A continuación, masas enfervorizadas celebraron la victoria justiciera, tal como en el siglo XIX se festejaban los linchamientos, con la diferencia de que pasaban inadvertidos y en el presente se trata de festivales que se siguen en todo el orbe gracias a la tecnología.

No es como para estar muy contentos del progreso luego de tal espectáculo. Porque se trata de un espectáculo denigrante y atroz. Una cosa es el terrorismo y otra muy diferente es enviar efectivos a un país extranjero para ajustar cuentas con una sola persona, entregando la noticia por cadena universal. Además, resulta inverosímil culpar del fenómeno terrorista a un solo individuo, sin tomar en cuenta la responsabilidad de Estados Unidos en sus causas y las inquietantes conclusiones que de ello se derivan.

Una vez más, es imposible pedir moderación a los medios con respecto a este acontecimiento. No obstante, es muy distinto destacar la noticia a copar la totalidad del espacio periodístico a raíz del operativo. Descontando el entorno audiovisual, los diarios de Chile dedicaron la primera plana completa de sus ediciones del 2 de mayo a la muerte de Bin Laden. En el caso de los tabloides preocupados por la farándula, ni siquiera hubo lugar para otros sucesos.

Y de nuevo surge la pregunta obvia, tan obvia que a nadie parece pasársele por la cabeza: ¿qué diablos tenemos que ver nosotros con Bin Laden y Al Qaeda? Absolutamente nada, no nos conciernen en lo más mínimo. Jamás seremos el foco de la atención de estos sujetos. Esto nos lleva a multiplicar las preguntas que, para simplificar, pueden reducirse a una: ¿es que no tenemos cosas más importantes, o interesantes, o relevantes de las que preocuparnos, en vez de presenciar una boda y un asesinato?

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