Pese a ser diciembre, el día estaba nublado. Nada raro en Lima. Me levanté emocionada. Tenía cita con Mario Vargas Llosa. Nos esperaba en su casa: una residencia en pleno barrio de Barranco, remodelada como si fuera un barco, con una extraordinaria vista al mar y un piso completo para su biblioteca.
Nos habíamos visto antes en eventos culturales, pero ésta sería la prueba de fuego. Sostener una conversación a solas, medianamente articulada con este genio me tuvo desvelada. Me llevó a la cita Juan Paredes Castro, un grande del periodismo político peruano y de mi corazón.
Mi primera visita a Lima en 1994 fue iluminada por su autobiografía en dos tiempos "El Pez en el Agua". Como periodista, era una crónica fascinante de la vida política peruana. Sin duda, fue escrita al fragor de la rabia y la frustración. La malagradecida ciudadanía prefirió a un advenedizo agrónomo de origen japonés por sobre el escritor e intelectual más relevante del país. Esa derrota le costó años de distancia de su país. De más está decir que a mí me sirvió de guía para entender la complejidad del Perú y se convirtió en mi propio "Who is Who". Tuve el privilegio de conocerlos a casi todos.
Mario y Juan cargaban muchas historias compartidas: las oficiales y las privadas. Esa complicidad, alivianó el ambiente desde el principio. Empezamos con un café. Vargas Llosa era irresistible. Guapo, distinguido, culto, un gran conversador. Me atrapó de inmediato con esa oleada de confianza que los famosos saben transmitir a sus fans. Se interesó por mi rol y analizó en profundidad la relación bilateral.
Su sorpresa fue mayúscula cuando le pedí que me autografiara su novela "Historia de Mayta". Le gustó que no llevara una de las obvias, que me conmoviera su búsqueda por entender la violencia que ha asolado el Perú. Se tomó su tiempo en contar el tras bambalinas de aquella investigación hasta que llegó el aperitivo.
Un sabroso menú de recuerdos y anécdotas de su campaña presidencial fueron surgiendo. Algunas políticamente incorrectas, pero tan ejemplificadoras del hombre que las relataba. Su contante defensa de la libertad fue parte del menú de aquella velada inolvidable y de su vida, marcada por la autonomía política total y por la curiosa vivencia amorosa, de amar a su tía y a su prima por su casi entera vida.
Vargas Llosa, nunca Vargas a secas, me regaló otro libro, uno de esos monumentales sobre su vida y obra. Me lo dedicó con cariño y entusiasmo. Confieso que lo guardé como pieza de colección. Ahí sigue en perfecto estado. No así Mayta, que me ha seguido como parte de mi biblioteca selecta, acompañando mis cambios de país y domicilio, destiñéndose poco a poco como hacen los libros expuestos al sol. Nada de eso le ha ocurrido a su obra, que con la perspectiva del tiempo lo consagra con mayor nitidez, como uno de los grandes y el último de los intelectuales latinoamericanos del siglo.
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