Una provisoria sensación de vacío

Al terminar un libro casi siempre se produce una especie de orfandad, una sensación de vacío, un sentimiento de pérdida difícil de recuperar. Aún más, aunque el libro en la medianía de su lectura no haya entusiasmado mucho o se transformaba en un lento peregrinaje por sus páginas, ya sea a falta de tiempo o por la desconcentración propia de retomar el libro tras días de abandono o porque no motivaba del todo al lector, incluso en esos casos, en la impaciencia propia de las páginas finales y en las efervescentes ideas que sugieren la lectura, el final del libro genera un pequeño vacío, una muerte circunstancial de la cual nos es difícil revivir

Si la lectura es sincera y el libro nos ha llevado por los más interesantes recovecos del sueño y de la imaginación, o nos ha ayudado a desplegar sin límites las alas de la emoción o de la razón, puede surgir tras la última palabra una lágrima silenciosa o una sonrisa cómplice, una pequeña sorpresa, una frase bien hecha evocadora que refleja un sentimiento único y que conecta con el autor mágicamente, una experiencia que nos deja ensimismados con el libro descansando en nuestro regazo, con los dedos marcando la página final sin cerrar, en la idea absurda de no dejar escapar las historia leída o prolongando artificialmente el inevitable ocaso de su lectura.

En ese instante acariciamos con ternura el libro medio cerrado, desplazamos la superficie táctil de nuestros dedos por las impalpables texturas de los títulos y las imágenes de la portada, como queriendo impregnarse de la materialidad del relato, de la idea inútil de que la historia está allí mismo, en los grafemas expuestos apenas como insignificantes manchas de tinta impresas en el papel.

Todo libro finalizado, cualquiera haya sido su forma de enfrentarlo, es un libro bueno, un libro que sugiere imágenes e imaginerías, que propone la conquista de mundos alternativos en la conciencia. Por eso, la orgásmica sensación de vacío que produce el fin de una buena lectura nos deja meditando como cuando tras asistir al visionado de una película, quedamos sumergidos en el silencio de la oscuridad mientras la música y los créditos sobre el ecran nos dan tiempo para recuperar la memoria y el sueño. En la mente se abre un sinnúmero de senderos que más tarde tienden a olvidarse o al menos a evadir el espacio racional de la conciencia.

Se me vienen a la memoria por ejemplo, los finales de "Muerte en Venecia" de Thomas Mann, los del "Extranjero" de Camus o de "Las Uvas de la ira" de Steinbeck, por nombrar algunos de los libros cuyos finales me han dejado sumergido en el abandono y el desamparo, pero no porque los libros tengan finales trágicos o que sus personajes se enfrenten a la muerte o la sinrazón ni mucho menos, sino porque sugieren reflexiones que van más allá de las ideas que se expresan, y que me dejan en un estado de profunda meditación, finales que encuentran eco en mi propio ser que es capaz de fundir desde la emoción las propuestas éticas y estéticas del autor con las propias, en una amalgama única y nueva, la mayoría de las veces quizás en forma provisoria, estado que sólo empieza a superarse cuando uno vuelve a enfrentarse con similar devoción a las insospechadas palabras impresas de un nuevo libro.

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