A mediados de octubre pasado, jóvenes y adolescentes se manifestaron en contra del alza del pasaje de Metro como una acción solidaria y de queja ante lo que se percibía como una nueva injusticia social. La movilización vista sólo desde la transgresión a la norma tuvo nuevamente la única respuesta formal que se les ha dado a niños, niñas y jóvenes en función de sus demandas y necesidades: inexistentes o deficientes políticas públicas, sanción, orden, disciplinamiento discursivo y violencia policial.
Lo sucedido no sorprende al mirar la realidad país, pues siguiendo algunos argumentos, quisiéramos adentrarnos en las razones de por qué creemos que esto representa un fracaso de la adultez. Y no sólo de los adultos que día a día actúan como padres y madres, tíos, abuelos y familiares cuidadores de los niños y niñas, sino que de los códigos de construcción cultural del poder del “adultocentrismo” en la toma de decisiones sobre la vida de la niñez.
Desde el punto de vista de los datos, basta hacer una primera aproximación para evidenciar que es lo que no estamos viendo de nuestra relación con los niños, niñas, adolescentes (NNA), dejando palpable nuestro rotundo fracaso.
Somos el único país de América Latina que aún no cuenta con una Ley de Garantías y Protección Integral de los Derechos de la Infancia, luego de 29 años de haber ratificado la Convención Internacional sobre Derechos del Niño, lo que revela la falta de compromiso político real con la niñez.
Tenemos un problema grave de violencia contra la niñez a nivel social y cultural, una especie de “epidemia de violencia” donde 7 de cada 10 niños sufren violencia en algún espacio de su vida (UNICEF 2015, Min. Interior, 2017); 1 de cada 2 niños son maltratados en sus propios hogares (World Vision 2017); más de 1.800 niños han muerto bajo la protección del Estado en los últimos 10 años y donde el Comité de los Derechos del Niño emitió un reporte par precisar que el Estado chileno ha violado los Derechos Humanos de los niños que han estado bajo el cuidado del Servicio Nacional de Menores por los últimos 40 años (2018).
En la evaluación de pobreza por ingreso y multidimensional, los niños y niñas son los más pobres entre los pobres (CASEN, 2017) y si a eso se le agregan consideraciones de etnia, género y migración, el problema se va incrementando o haciendo más profundo aún.
En el período de protestas y movilizaciones sociales, más de 520 niños han sido vulnerados en sus derechos (Defensoría, 2020) y más de 1.100 han sido detenidos (INDH, 2020).
La respuesta de la Municipalidad de Santiago a las protestas en colegios emblemáticos y del ministerio de Educación en el conflicto con la rendición de la PSU han sido sostenidamente sancionatorias y coactivas (Aula Segura y aplicación de Ley de Seguridad Interior del Estado, como ejemplo concreto).
Chile cuenta con la peor salud mental infantil de niños bajo los 6 años (ICBEPPChPR, 2018) y el suicidio es la segunda causa de muerte entre los 15 y 19 años.
Los índices de consumo de alcohol y drogas en población adolescente han ido creciendo en los últimos 10 años (SENDA, 2017).
No existen mecanismos, ni institucionalidad local, regional o nacional a nivel público ni privado de participación activa y representativa de los NNA, ni existe el voto para menores de 18 años, pero sí una ley que los responsabiliza penalmente a contar de los 14 años.
La expresión de la respuesta a los problemas infanto-juveniles siempre se canaliza con una visión paternalista, no dialogante, no inclusiva, parcial o dilatoria de las soluciones, ya sea para rearticular políticas públicas deficientes o generar un gran proyecto de desarrollo de política de Estado y de país, que tenga como elemento primordial la inversión en infancia.
Nuestra paradoja es que nos acordamos de que tenemos niños cuando ya los vulneramos o estamos a un paso de hacerlo.
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