No quiero que esta nota mía sea tomada como una fantasía, un invento con intención torcida o panfletaria ni el pretexto para iniciar una polémica agria, subjetiva y sin destino. Sólo es el relato de un hecho, casi completa realidad en los detalles, que afecta a muchos seres humanos como nosotros, ¿o sólo parecidos?
El hecho es que tengo dos amigos, yo los siento así y mucho. Ambos se parecen en lo exterior y, en lo esencial no creo equivocarme, son iguales. Además son parientes, aunque lejanos, muy lejanos. Tienen un antepasado varón común, pero distinto vientre.
Famoso con razón el padre lejano, fue Abraham que hizo hijos en Sara y Agar. El de aquella, legítimo. El de esta, natural o bastardo. ¿Nos atreveríamos ahora a distinguir así a Ismael y condenar a sus descendientes con tan injusta herencia?
Voy a precisar lo que les ocurre a estos dos amigos míos.
Uno de ellos, David nació aquí, en los cuarenta, en un barrio de Santiago, donde su padre había instalado un tallercito de algo que aprendió en Europa. Nacido en Alemania en una antigua familia judía.
No sé cómo pero pudo anticiparse al horror de aquellos años allí y llegó a estas tierras que se convirtieron en su otra patria y su sosiego. David creció con el tiempo y el mundo fue cambiando hacia relaciones más maduras.
Por ser alemán su padre, David adquirió el pleno derecho de serlo también. Entonces le conocí. Empezamos a llamarnos "paisano". Y, como un milagro de la tan infrecuente buena razón política, ambos compartimos la posibilidad de elegir entre quince lugares donde vivir. Y quince no son pocas las naciones que nos podrían dar cobijo, a nuestra sola elección.
Por cosas que no es del caso relatar, aunque sería malo olvidar, David debió subrepticiamente emigrar y no fue por su origen sino por sus ideas y su compromiso.
El despotismo le había quitado un alero pero podía elegir entre quince más, eligió el de su raza ancestral, al que también tenía derecho. Me alegro, iba a su casa.
Han pasado algunos años y David sigue allí, en una de aquellas colonias que son ejemplo de trabajo y dignidad.
Hoy David también puede vivir aquí. Tiene más de diecisiete alternativas y sólo de él depende elegir. Poder hacerlo no es un privilegio, es uno de los derechos más elementales del humano. O debiera serlo.
Mi otro amigo se llama Omar y nació en un lugarejo cerca de Nablus, en el mismo lugar que su padre y el padre de su padre desde muchas generaciones. No pudo seguir viviendo allí y siendo aún niño conoció el ser refugiado en campamentos miserables. Rechazado por unos y molesto para otros. Sin un lugar propio al que ir.
El éxodo no es el doloroso privilegio de algunos pueblos, lo es de muchos. Hay muchos Omar y padres como el de David, que lo saben.
Hoy Omar vive aquí. Tuvo la suerte de que un tío suyo viviera el éxodo durante la dominación otomana. Su familia logró traerlo a trabajar en una pequeña industria de tejidos.
Vive de la legalidad que le dio un contrato de trabajo y de la hospitalidad de esta tierra americana, lo mismo que ocurrió con el padre de David. Pero no puede elegir otro lugar donde vivir y menos donde nació.
Lo que aquí cuento me lo hizo recordar las palabras de un alto dignatario del Estado de Israel, que en una visita a Santiago dijo que los judíos no tenían dónde vivir y que eso por sí solo justificaba la existencia de su Estado y muchas de las cosas que debieron pasar para crearlo y mantenerlo.
¿Podrá decirse lo mismo para los kurdos, tibetanos, esquimales, bretones, indios americanos, lapones, gitanos, palestinos y muchos otros de tan poca influencia o poder?
¿Podrán ellos, como David, de pleno derecho, elegir?
¿O necesitarán que su "dios" les señale, por su sola voluntad y poder, el lugar dónde vivir?
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