En Chile, la "guerra interna" comenzó con el bombardeo de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973, allí resistían el Presidente Allende y un puñado de valientes frente a las tropas del Ejército y la FACH que atacaban la sede presidencial que fue reducida a escombros.
También muchas poblaciones, industrias y centros de estudio fueron allanados con extrema dureza y el Estadio Nacional convertido en campo de concentración, donde fueron torturados y ejecutados cientos de prisioneros.
El pueblo chileno no recibió notificación alguna que estaba en guerra y sus Derechos Humanos fueron arrasados.
La cobardía de los golpistas los empujaba a brutalidades indecibles, su objetivo era una guerra relámpago porque temían un contragolpe de militares constitucionalistas, ser derrotados y enjuiciados por traición. No lo hubo, lo que sí hicieron los golpistas fueron masacres terribles como la "Caravana de la muerte" que desoló el país.
Hasta entonces el Ejército había respetado el mandato constitucional surgido de las urnas y al Presidente Allende que lo ejercía, incluso cruzándose ante anteriores aventuras golpistas como el asesinato del general René Schneider, en octubre de 1970, o ante una arremetida sediciosa tan destructiva para la economía nacional como el paro patronal de octubre-noviembre de 1972.
La doctrina Schneider y la gestión de mando del general Carlos Prats -que presentó al Presidente Allende su petición de retiro en agosto, la que se hizo efectiva el día 23- estaban aún cercanas, de modo que era lógico que hubiera quienes no eran partícipes del quiebre institucional ni de la cruel conducta represiva inducida por Pinochet después del golpe de Estado.
De hecho el dictador "limpió" el Cuerpo de Generales varias veces para ascender y mantener a sus incondicionales, lo que incluyó las muertes "sorpresivas" de generales que no le eran afines, como Augusto Lutz y Oscar Bonilla.
Por eso, la "Caravana de la muerte" con su terrible huella de fusilamientos a sangre fría, sin ningún tipo de procesos ni base jurídica trató de diezmar a la izquierda asesinando a sus militantes encarcelados, como también se propuso hacer parte del terrorismo de Estado al Ejército en su conjunto, generando una espiral represiva en que sus efectivos quedaran involucrados en los crímenes de Estado y las violaciones a los Derechos Humanos que estremecieron a todo Chile.
El designio de Pinochet fue que una amplia promoción de uniformados pasaran a ser parte de la "guerra interna" que iba a desatar implacablemente haciendo trizas la dignidad de las personas. El ejecutor directo de las masacres perpetradas por la "Caravana de la muerte", Sergio Arellano Stark, que en algún momento pretendió disputarle el mando castrense, no fue más que el obediente instrumento de su plan de consolidación en el poder.
La guerra de Pinochet duró 17 años. Fue para deshacer las conquistas sociales, en su beneficio y de sus cómplices. Todos los demás perdieron, los trabajadores a quienes arrebataron sus conquistas laborales y les impusieron las AFP y las Isapres, luego los jóvenes que vieron sucumbir la educación pública y las mujeres obligadas a la sumisión y a soportar un conservadurismo extremo.
Y los campesinos a los que volvieron a poner el pie encima. Así como el pueblo mapuche al que le quitaron más tierras en provecho de los consorcios forestales.
Los propios militares no escaparon de las consecuencias del golpe de Estado y un grupo de ellos, en la DINA y la CNI, se convirtió en asesinos profesionales, en terroristas de Estado, para perseguir, matar y desarticular a los hombres y mujeres que no claudicaban y luchaban por la libertad, asimismo, su labor castrense se distorsionó y transformó en cruel guardia represora para proteger al dictador que ellos mismos subieron al poder.
En suma, se destruyeron los cimientos de un régimen democrático que se había construido paso a paso, durante décadas. La guerra interna sirvió a unos pocos, muy, muy pocos. En cambio el dolor llegó a muchos, demasiados.
Por eso, el pueblo que se movilizó desde el 18 de octubre por una nueva Constitución y contra la desigualdad, que logró forzar a las fuerzas políticas - casi en su conjunto - a la adopción de un itinerario concreto con ese objetivo, no debe caer en la trampa de un falso enfrentamiento "total", que solo serviría para desgastar el movimiento, dividirlo y deslegitimarlo.
La lucha de millones de personas por una sociedad más justa, diversa e igualitaria que se exprese en una nueva Constitución es lo que debe prevalecer.
La voluntad de crear, en democracia, una patria para todos que surgió en medio de las movilizaciones por dar vida a una gobernabilidad democrática en que exista integración social e inclusión económica, es decir, surja otra manera de pensar la nación chilena, son ideas-fuerza que por si mismas no van a resolver al tiro las demandas, pero que abrirán un nuevo rumbo a Chile.
El camino seguirá siendo la movilización social que ya cambió a Chile, pero que aún debe materializar el objetivo esencial, lograr una nueva Constitución, participativa y pluralista, nacida en democracia. Esa es la tarea de las tareas.
Pero, también hay provocaciones policiales. Por la información dada por Carabineros, en marzo de este año, se actualizaron los "protocolos" que permiten el empleo de armas "no letales" en disturbios, así también el general de la zona oriente de Santiago, informó que el personal que disparó e hirió a miles de personas debió ser "reinstruido" ya que no usaban este armamento.
Por cierto, no pudo decir quien en el Alto Mando institucional asumió la responsabilidad por la deplorable decisión de emplear esas armas y más tarde reconocer que los funcionarios no contaban con la debida instrucción para usarlas. Hay una innegable impunidad.
Luego, el mismo general gustoso de su presencia mediática dijo que el propósito de esas municiones es alcanzar el cuerpo del manifestante para herirlo sin matarlo.
Aún más, el 22 de noviembre, ahondó en su nefasto enfoque del cumplimiento de sus obligaciones al señalar, "se matan células buenas y células malas".
Afirma algo muy grave, que herir, quitar la vista o la vida de una persona está dentro de su función porque, según sus palabras, "es el riesgo que se somete”. Se trata de una incitación de un oficial superior a la violencia policial en contra de los manifestantes que no se borra con sus posteriores excusas. Es una “racionalidad" irracional, al pensar el orden público como "guerra interna", lo que en rigor es incompatible con la democracia y el respeto de los Derechos Humanos.
Esta misma semana el General Director de Carabineros declaró que se eliminaba el uso de tales municiones de las escopetas “antidisturbios”, sin embargo, horas después un camarógrafo filmaba a manifestantes que huían de disparos de balines, perdigones o como le llamen, a pocas cuadras de La Moneda. Disparar por la espalda a personas que no tienen ninguna posibilidad de agredir ni de defenderse no constituye “defensa propia”, como en la derecha quisieron decir.
Como el gobierno calla, elude o baja el perfil de estos hechos, la pregunta es quien tiene la responsabilidad por estas decisiones de atacar salvajemente las movilizaciones sociales, que ha producido inmenso dolor en centenares de familias afectadas, porque sobre ello el Director General de Carabineros no dice palabra, eludiendo su evidente e inexcusable responsabilidad.
En consecuencia, resulta evidente que usar esos perdigones fue una decisión represiva que no tomó en cuenta el daño irreparable que provocaría a la convivencia democrática, donde más dolor podía ocasionarle: en el respeto a los Derechos Humanos que son flagrantemente violados, en algunas de las víctimas, para siempre.
Esas medidas y graves incitaciones a los Carabineros a actuar impunemente, han generado una espiral de violencia que condujo a más descontrol, saqueos y destrucción, así como a nuevas acciones represivas que provocaron nuevas y vergonzosas violaciones de los Derechos Humanos. La autoridad política ha emitido penosas justificaciones ante lo inexcusable.
Así se demuestra, una vez más, que el uso de la violencia por el Estado sólo conduce a más violencia, enervando aún más la crisis, creándose más violencia en las calles, donde no se sabe quien actúa y con qué propósito. Los perdigones de un lado y los saqueos del otro obstruyen la vía a la nueva Constitución.
La violencia policial ilimitada versus el vandalismo que ha llegado incluso al incendio de un hospital público generan una dinámica que se caldea, hierve y se convierte en un arma de destrucción de la convivencia democrática de la nación, la destrucción mutua de las personas corroe los Derechos Humanos. Así sólo puede aparecer el fascismo.
La violencia del Estado y su contraparte, la destrucción vandálica envenenan el alma del país. La autoridad en democracia no debe basarse en que la violencia policial mantendrá el orden público. Este nace del respeto a la dignidad y los derechos de las personas, al reconocimiento de los derechos de la oposición y el irrestricto ejercicio del pluralismo en las ideas por el Estado.
A su vez, las fuerzas políticas populares no pueden quedar impávidas ante hechos que se encadenan en una espiral de violencia sin fin. Pareciera que avanzar hacia una nueva Constitución no se ha comprendido en todo su alcance y profundidad.
La coherencia es reafirmar que “no estamos en guerra”, que la violencia política solo puede obstruir el proceso constituyente que la movilización social logró con su lucha. La paz es necesaria para ejercer la libertad y la justicia.
Esta realidad indica el rol del “Acuerdo por la paz y una nueva Constitución” alcanzado por un conjunto de fuerzas políticas que marca un punto de inflexión en el cuadro político en una perspectiva convergente con el interés nacional: que Chile se de en un proceso constituyente, que elija soberanamente sus representantes, una nueva Constitución Política del Estado.
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