En otros países, al otro lado de la cordillera sin ir más lejos, cuando una niña o niño se suben a un bus del transporte público los adultos se ponen de pie para cederles el asiento. Esa escena, impensable por estos pagos, en los cuales los infantes han de ponerse de pie y ceder el asiento en señal de adultocéntrica reverencia, es una poderosa metáfora del lugar en el que ubicamos a la infancia en esta sociedad.
Para el ciudadano promedio, ese mismo que pone los ojos en blanco y rasga vestiduras ante los escándalos del Sename o los casos de pederastia en la iglesia, las niñas, niños y adolescentes son en la práctica algo así como ciudadanos de segunda clase subordinados al mundo adulto o meros objetos de protección (y control) más nunca titulares de derechos.
Y es que a la gente en este país le jode mucho esa idea de que todas y todos tenemos los mismos derechos fundamentales y que ciertos grupos vulnerables tienen medidas especiales de protección.
Para el chileno tipo los derechos hay que ganárselos y merecérselos en base al mérito y el estricto cumplimiento de obligaciones vinculadas a la obediencia y la auto explotación. La idea de derechos humanos inalienables no encaja con la moral neoliberal que ha calado hondo en la matriz valórica de una sociedad habituada al miedo y el castigo, convencida de que las tragedias que afectan a grupos humanos excluídos son producto de la flojera, la falta de entusiasmo o la debilidad moral.
No es extraño encontrar padres y madres que en reuniones de apoderados claman a los docentes, con moralidad espartana, por la aplicación de mano dura y correctivos que impliquen incluso la violencia, para disciplinar a las niñas y niños.
En otros casos esa labor de maltrato está reservada a la tutela parental, bajo el amparo de la tan peligrosa creencia de que los padres necesariamente saben lo que es mejor para sus crías, revelando la oscura noción de que las hijas e hijos son propiedad de sus padres antes que ciudadanas y ciudadanos titulares de derechos, presuponiendo que la sociedad ha de volverse mera espectadora de cualquier vulneración amparada en la libertad de crianza, fundamento que cubre con un manto de impunidad las violencias que se ejercen en lo doméstico, donde se desata lo más oscuro de una sociedad que ha naturalizado el abuso de poder.
Esa es la única libertad que históricamente ha defendido el conservadurismo en Chile y que tan bien ensambla con el ethos neoliberal, la de hacer uso de su propiedad privada, sea ella un mueble, un bien raíz o una hija o hijo a completo antojo de su propietario.
Las consignas #conmishijosnotemetas, #masfamiliamenosestado o #amishijosloseducoyo dan cuenta de esa noción aparentemente ingenua pero profundamente perversa. Una simple pregunta frente a esas ideas ¿puede meterse la sociedad o el Estado con sus hijos si ellos están siendo víctimas de abuso o maltrato, si los está educando en base a creencias que promueven el odio a grupos vulnerables o si decide exponerlos a riesgos sanitarios en base a una profesión de fe o una creencia irracional o mal informada?
El reconocimiento de la infancia como grupo especialmente protegido por el derecho internacional humanitario no solo habilita sino que obliga a los Estados a tomar medidas en pos de la garantización y resguardo de sus derechos, entre ellos a recibir una educación fundada en el respeto a los derechos humanos, aún en contra de la voluntad de sus guardadores, quienes tristemente en ocasiones son más bien un espacio de vulneración que una fuente de protección.
La gente se escandaliza por la cifra de niños, niñas y adolescentes muertas y muertos bajo custodia de Sename sin embargo en Chile, el 73,6% de los niños sufre violencia física o psicológica de parte de sus padres o parientes en el contexto doméstico según datos UNICEF.
El problema no se restringe exclusivamente a un servicio público o un gobierno de turno, sino a un proceso de transformación cultural profunda que resignifique en primer lugar la infancia como sujeta de derechos en la vida cotidiana y los espacios vinculares. De esos cambios, en esta sociedad disciplinaria y competitiva, donde los derechos humanos siguen siendo mirados con sospecha y desdén, estamos tristemente años luz.
Superar el problema de la infancia vulnerada pasa necesariamente por una revisión crítica de las políticas públicas de infancia, incluido SENAME. Sin embargo, limitar el análisis al linchamiento público de esta institución no solo representa un mirada miope y facilista, sino que sumamente peligrosa, por cuanto se invisibilizan otros espacios de vulneración habitualmente naturalizados como son la violencia doméstica hacia las niñas y niños, las prácticas escolares maltratantes y fascistoides, la estigmatización, psiquiatrización y narcotización de la diferencia, la violencia simbólica con que suelen operar los tribunales en materia de familia, la mirada de la infancia como objeto de protección y no como sujeta de derechos, la ausencia de voz propia de niñas, niños y adolescentes en el debate público y la explotación infantil escolar producto de un modelo social exitista basado en el rendimiento y la competencia.
Una vez más estamos enfrentados a la tentación de creer que los problemas solo se resuelven con leyes generadas sobre la contingencia y un aumento del gasto fiscal, el que muchas veces tiene más de pirotecnia que de efectividad, desconociendo las profundas raíces culturales de un problema arraigado en los más hondo de nuestra sociedad y que nos resistimos a observar porque siempre es más fácil encontrar un chivo expiatorio que hacernos cargos de nuestras contradicciones como país.
Antes de hacer gárgaras de moralidad puritana, revisemos como tratamos a nuestras niñas, niños y adolescentes en casa.
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