No se trata de ser inconformista con el avance y aprobación del ejecutivo y el legislativo para tener una ley que declara imprescriptibles los delitos sexuales contra niños, niñas y adolescentes de forma civil y penal desde hoy en adelante. Lo aplaudo.
No obstante, ese marco legal ha sido excluyente por la existencia de un principio jurídico que rige al país en materia penal y que establece que las leyes comienzan a regir solo al momento de su entrada en vigencia, es decir, la Constitución no permite que para delitos sexuales de menores opere la retroactividad, extinguiendo la acción penal y de la pena a violadores y/o abusadores de niñas, niños y jóvenes sobrevivientes, atrapados en un silencio que no pueden ni romper ni superar mientras se establece una nueva violación: la del Estado chileno que amparará una impunidad al delito sexual de menores, haciendo cómplice de ello a toda la sociedad chilena.
Abordar este tema no ha sido fácil, legal ni culturalmente. La toma de conciencia para el cambio y la restitución de derechos y apoyos que nos permita proteger la infancia y la juventud nos ha tomado más de 50 años de acciones paralizadas por el miedo encubridor.
Por ello, es de justicia social pararse hoy del lado de los excluidos por la ley, preguntarnos ¿qué será de las vidas atrapadas de las y los infantes chilenos que nacieron en la década de los 60 en “Colonia Dignidad” y que desde el nacimiento fueron separados de sus progenitores, esclavizados, esterilizados y depredados por el bestial Schäfer?
¿Qué seguiremos haciendo frente a la impunidad de los crímenes de violencia sexual y tortura cometidos durante la dictadura cívico militar?
¿Qué resonancia social reparatoria y movilizante nos provocan las graves vulneraciones a los derechos humanos a los menores de edad más frágiles recluidos en los centros del SENAME durante los últimos 40 años?
Seguramente nadie quiere que ese imaginario sea parte del horizonte nacional, pero sigue ocurriendo.
Desde el año 2012 se han develado las miserias de la curia chilena visibilizando décadas de abusos a menores y jóvenes, y por si ello fuera poco, hoy existen datos de más de 12.267 niños, niñas y adolescentes chilenos que han sufrido violación y abusos sexuales entre los años 2012 y 2016, donde se estima un 70 % de casos no denunciados, muchos de ellos ocurridos al interior de lo más protector que tiene la sociedad: la familia, la escuela y la universidad.
Ahora bien, la existencia de información médica sobre secuelas traumáticas y agresiones sostenidas en el tiempo permiten saber que el silencio de la víctima es la libertad del depredador, lo cual hace preciso avanzar hacia la consideración de la jurisprudencia internacional, de que los delitos sexuales hacia menores y jóvenes constituyen crímenes de lesa humanidad y en consecuencia debiesen ser retroactivos con el fin de restituir la dignidad intrínseca de la persona humana, asegurándoles la protección jurídica como parte de la reparación y de las condiciones inclusivas que podemos otorgarles como sociedad hasta cuando puedan romper el silencio.
La gravedad de esta violencia nos obliga a proteger y reparar en el tiempo las vidas de niñas, niños y jóvenes que hoy son adultos, no podemos postergarla por la existencia de un principio jurídico que no se hace cargo del inaplazable cambio cultural que se le demanda a la institucionalidad judicial ni menos hacer responsable al Estado y a toda la sociedad chilena en su obrar por una Constitución arcaica que desampara y no se ajusta a los tiempos.
La retroactividad para los delitos sexuales es un imperativo de este siglo para este país. Si no me cree, cuente las víctimas.
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