A fines de la década de los ochenta, con no más de 11 años, para mí era común acompañar a mis padres a reuniones políticas en Paine, en plena campaña para el plebiscito del Sí y el No.
Era un Paine distinto, de caminos de tierra, casas de adobe y tejas de arcilla, de gente campesina sencilla, que, o andaba a caballo o lo hacía en bicicleta o a pie, recorriendo largas distancias.
Llegar a localidades rurales como Santa Marta, El Escorial, Águila Sur o Rangue, era complejo. No existían los teléfonos celulares, los teléfonos domiciliarios eran un lujo, los públicos escasos, y si bien Paine estaba a tan solo 45 kilómetros al sur de Santiago, parecía estar en un lugar lejano y detenido en el tiempo.
La gente era diferente, más cariñosa y espontánea, y se convivía con olores y ruidos muy característicos. Era un lugar acampado, con huasos y arrieros, reflejo de la ruralidad de la zona central que pervivía en la periferia de Santiago, negándose a morir.
Las reuniones políticas por esos tiempos eran tensas, difíciles, con miedo e incertidumbre. Si bien Paine era una comuna chica, tenía una carga emotiva muy grande producto de las 70 personas detenidas y desaparecidas tras el golpe militar, proporcionalmente la mayor cantidad de víctimas de la dictadura en Chile.
Recuerdo como si fuera ayer una concentración en la antigua Quinta de Recreo de la localidad de Champa, repleta de gente, con muchas mujeres y jóvenes, en que el aire se cortaba con cuchillo. Patrullaban afuera autos de la CNI, vigilantes y expectantes.
Llegaron varios políticos de los partidos de oposición a Pinochet, que en aquellos años eran verdaderos héroes. Recuerdo a Ricardo Lagos, Gabriel Valdés, Andrés Zaldivar, Aníbal Palma, a un joven Tomás Jocelyn Holt, y por supuesto, Andrés Aylwin, quien había sido un activo luchador por los Derechos Humanos en la zona.
En aquellos años costaba mucho hablar con confianza de política, el miedo de los paininos a las represalias era brutal, pues estaba todavía fresca en su memoria la pérdida de parientes cercanos y la gran mayoría de los civiles implicados, estaban vivos y activos.
Fue en esas andanzas políticas donde escuché por primera vez hablar de un callejón llamado “La 24 de abril”, conocido como el “El callejón de las viudas”, tristemente célebre por haber sido un lugar en el cual la dictadura asesinó a prácticamente toda la población masculina, existiendo familias a las que les arrebataron al padre, marido, hijos y hermanos.
También recuerdo relatos de mujeres que narraban cómo en los primeros meses de la dictadura, llegaban por la noche escuadrones de carabineros, acompañados de civiles, para allanar sus casas y luego llevarse detenidos a sus familiares en camiones, cual ganado rumbo al matadero.
Con los años, pude recoger más antecedentes de este horroroso episodio de la historia de Paine, conversando con sobrevivientes como el “Colorado”, hombre de tez clara y colorín, con esa dignidad propia de los que trabajan la tierra, que había escapado a un fusilamiento en Cullipeumo, haciéndose el muerto y arrastrándose por un río, para esconderse luego entre cuevas en los cerros, viviendo por años de la caza de animales y de la ayuda clandestina que le brindaban los pocos familiares y amigos que sabían de su existencia.
Por otro lado, tuve que escuchar testimonios que me dejaron desconcertado, como cuando una señora, viuda de detenido desparecido, para justificar el por qué votaba por un alcalde de derecha, me dijo que lo hacía porque sus patrones se lo pedían y porque ellos le habían dicho que el gran responsable de la muerte de su marido, había sido su propio marido, por meterse en “leseras”.
O como cuando otra mujer, entre sollozos y lágrimas me confesó que, tras la desaparición de su esposo, para sobrevivir y criar a sus hijos, tuvo que recurrir a los mismos que habían delatado a su marido, trabajando hasta el día de hoy con ellos.
Ahí comprendí las complejidades humanas que habían tenido que aguantar las viudas, lidiando con el sufrimiento de las desapariciones y con el drama de no tener el principal sustento económico de su hogar.
Recuerdo, asimismo, que, en una ocasión, siendo ya concejal de Paine, invité a Andrés Aylwin a un programa de radio, pidiéndole que nos contara el por qué la Dictadura se había ensañado tanto con esta gente, campesinos humildes que lo más peligroso que habían tenido entre sus manos, había sido una pala.
Me explicó que esto había sido una represalia en contra de los dirigentes de los asentamientos. Un ensañamiento. Pero lo curioso es que entre los civiles que colaboraron delatando, prestando camiones e inclusive disparando en contra de personas, no estaban los dueños de los fundos, sino que los comerciantes y capataces de la zona.
Con el tiempo descubrí también, que muchos de estos crímenes habían estado plagados de miserias personales. No fueron pocos los casos en que los asesinatos fueron consecuencia de acusaciones mal intencionadas entre vecinos por problemas de convivencia, o incluso por disputas económicas.
En Paine no hubo guerrillas ni grupos armados. Lo que hubo, fue asentamientos de gente que, clamando por dignidad y mejores condiciones de trabajo, participaron de la reforma agraria, en algunos casos con tomas violentas, pero en la gran mayoría, pacíficamente.
Como consecuencia de ello, se desarrolló una matanza de campesinos indefensos, absurda y cobarde, que además tuvo la peculiaridad de haber sido hecha en concomitancia con civiles, y no con cualquier tipo de civiles, sino que, con los propios vecinos de la misma comunidad, con personas que convivían a diario con los que posteriormente fueron sus víctimas.
Si bien ha habido algunas (pocas) condenas, la más conocida es la del empresario dueño de camiones, Francisco Luzoro, la gran mayoría de éstas personas se pasean hoy libres por las calles de Paine, siendo por lo demás, quienes dan trabajo y mueven la actividad económica de la zona.
Se los puede ver en los rodeos, canchas de fútbol o actividades sociales, y gozan de estatus e influencia.
Finalmente, la gente terminó acostumbrándose a que víctimas y victimarios convivieran en un mismo lugar, dándose la cruel paradoja de que quienes sufrieron con la muerte de sus familiares, son muchas veces tratados como si fueran una molestia, un estorbo que ensucia la comunidad trayendo a la memoria recuerdos de cosas que es mejor olvidar. Pues al final de cuentas, aquellos civiles envueltos en las atrocidades de la dictadura, siguen siendo los patrones. Los que dan las “pegas”.
Traigo a colación este relato de la realidad que me tocó vivir, porque es completamente atingente a la discusión que se ha dado estas últimas semanas respecto al Museo de la Memoria y su significado.
Cuando hechos brutales se comienzan a naturalizar, se corre el riesgo de que se repitan. Por eso, independiente de los contextos y debates históricos - interesantes desde el punto de vista académico -, la memoria cumple un rol insustituible, de garante, de guardián de aquellos valores que como sociedad consideramos indispensables respetar, fundamentales para la sana convivencia democrática.
Lo sucedido en Paine constituye un claro ejemplo de lo que ocurre cuando se esgrime la contextualización como antídoto para el olvido. Las peores atrocidades se terminan convirtiendo en cosas del pasado, que es mejor no recordar.
Incluso es más, quienes tiene el poder, en este caso económico y político (Paine es una comuna en donde de los últimos 28 años, 22 ha gobernado la derecha), terminan tergiversando la historia, instalando su verdad, una verdad llena de defensas y explicaciones, en donde los hechos se licuan, convirtiéndose en percepciones vagas, en que las muertes, torturas y desapariciones encuentran justificación, y donde el empate moral termina cumpliendo un rol, que no es más que el de enmarañar el bien y el mal bajo un todo, bajo un intervalo histórico en donde la sociedad en su conjunto erró el rumbo, se desquició, conviniendo en que todos somos responsables, para que finalmente nadie lo sea.
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