Infodemia e infoxicación

Con base en los términos información y pandemia ha aparecido el neologismo infodemia (“información variada y diversa sobre la pandemia”). Como testimonio inevitable de una época que nadie esperó vivir, si persiste, no tardará mucho para que sea incorporado al Diccionario de la lengua española. Y de el seguramente saldrán algunas formas derivadas: infodémico e infodemiológico, por ejemplo. Sin embargo, ya a la altura de varios meses, mi tía Eloína se pregunta qué será peor en este momento, ¿el virus o la infodemia?

En este tiempo, la vida cotidiana se mueve entre las incomodidades propias de la cuarentena, la incertidumbre por el porvenir y las dudas sobre cómo saldremos de esto. Por primera vez tenemos el ejemplo casi perfecto para entender la democracia, una pequeña y maléfica sustancia química se ha instalado en el planeta y ha logrado perturbarlo en pleno.

La pandemia se ha apoderado de cuanto hacemos; está en cada cosa y se ha vuelto cotidianidad, lenguaje del día a día, tema recurrente de conversación, asunto que agrupa y confunde al mundo entero. No hay noticia ni noticiario sin el coronavirus o sus implicancias; ahora las redes sociales se llaman pandemia.

Si antes, a veces sin darnos cuenta, éramos forzados a depender cada día más de las pantallas, los teclados y las claves de acceso, pudiera ocurrir que, a partir de ahora, la adicción ya no será solo eso, se instalará en los cromosomas y será difícil sacarla de nuestras vidas.

Cuando esto pase o disminuya, entenderemos mucho más la labor de psicólogos, psiquiatras y educadores en general: vendrá una larga jornada de desintoxicación comunicativa y emocional que libre principalmente a los niños y adolescentes del riesgo de creer que la vida gira solamente en torno de los teléfonos móviles, las tabletas y los equipos de videojuegos.

En cuanto a los adultos (“menores y mayores”), la sanación requerida vendría por otra vereda. El confinamiento nos ha venido imponiendo un acelerado ritmo de vida, dentro del cual permanecemos atentos a la noticia del día, a la cantidad de personas fallecidas, infectadas, recuperadas, asintomáticas, testeadas.

A veces tenemos la percepción de que ciertos gobiernos y países andan en una labor competitiva, a ver cuál logra “mejores” porcentajes en uno u otro aspecto. Enfermos y fallecidos han dejado de serlo para convertirse en cifras, alimento para las estadísticas.

Cada día nos preguntamos en qué momento seremos parte de la curva que asciende o se inclina. La cuarentena simula una burbuja efervescente de involuntaria necrofilia. Con ansiedad, esperamos la información diaria como quien aguarda un parte de guerra: bajas, altas, lesionados/as, deserciones. Siempre con la mente en si la desviación estándar nos será favorable o no.

A diario permanecemos “enredados” en las redes, en la tele y en los noticiarios digitales.

Se llama teleexistencia. Hemos devenido en whatsAppfilícos irredentos y tuitoadictos sin remedio. Sin saberlo, nos hemos impuesto a nosotros mismos un autoacoso informativo. No queremos perdernos nada de lo que va aconteciendo.

En medio de la perplejidad, se ha hecho presente el fantasma de la comunicación indiscriminada, confusa, diversa. Consumimos cuanto nos llega, por cualquier vía, sin mucha preocupación, sea verdad, verdad a medias o posverdad, no importa.

Un día nos enteramos de que el contagio es solo a través de las gotículas producidas por la tos o la voz. Luego, en sucesivos reportes, se van agregando el llanto, el sudor, las flatulencias, la orina, las heces o el aire que respiramos. Después, alguien supuestamente autorizado nos advierte de no caer en mitologías y arguye que los antibióticos sí proceden para la cura, mientras otro especialista alega que el consabido coronado no ataca solo los pulmones, sino cualquier órgano vital.

Más adelante aparecerá quien diga que están exentos de contagiarse quienes hayan recibido la vacuna contra la tuberculosis; cuando no,  el que asegure que el virus muta y puede reaparecer en el mismo cuerpo que alguna vez infectó.

Así, por diversas vías, los aspersores de noticias (las redes) se hacen eco de cuanta idea va surgiendo al ritmo de cada experiencia o reflexión: que si la mezcla de agua caliente con sal o el café ponen en jaque al maligno; que el bicarbonato con limón es efectivo para aniquilarlo; que si mascarilla sí, mascarilla no; que mejor que desgastarse las manos con jabón es hacer cada cosa con los codos; que el cloro supera al alcohol y otros desinfectantes comerciales, que si el paciente queda anósmico (dificultades olfativas), agéusico (sin sentido del gusto) y/o  anáfico (con la piel insensible); que no nos acerquemos mucho,  que “contigo en la distancia”,  o “de lejitos, mejor”, como en las canciones. Dudas, falsas noticias y certezas conviven como si nada.

Cada minuto aparece un juicio distinto y/o divergente: un brujo, una enfermera anónima, cierto médico o médica; aquí, un prestidigitador; allá, una hechicera; en otro lugar, algún improvisado homeópata y, más allá, un epidemiólogo; cuando no, alguien del mundo científico que alega estar a punto de dar con el antígeno. Todas/os tienen buena intención, sin duda, e intentan aportar lo suyo, pero ¿a quién creer?

La conclusión es que, como dijo alguna vez Alfons Cornella, estamos infoxicados, intoxicados de información y sin tiempo para discriminarla, trasegarla, digerirla ni procesarla. Infobesidad repotenciada, dirían otras/os. 

El proceso comunicacional y lingüístico, en el que también estamos confinados, se ha exacerbado hasta el punto de que, en lugar de traer certezas tranquilizadoras, la infodemia se ha convertido en infoangustia. Padecemos, entonces, de dos pandemias: el coronavirus y la infoxicación.

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