En el mundo de hoy existe un gran cuestionamiento a la autoridad por el ejercicio del poder. Ya no basta con señalarse que por el hecho de tener una autoridad tenga esa potestad. La razón, es que las nuevas generaciones valoran más la autoridad moral, que se impone mediante la coherencia que un individuo muestre entre sus palabras, sus valores y sus acciones o la manera en que nos conducimos, tomamos decisiones y actuamos. Más claramente una consistencia entre lo que se piensa, se dice y se hace, o sea una coherencia de vida.
El tema es que hoy las autoridades en nuestro país, mayoritariamente, están muy mal evaluadas, porque justamente no se ve consecuencia en sus actos. No me refiero solo a las políticas, sino también a las empresariales, a las religiosas, a las militares y policiales, a las judiciales, en fin, casi nadie se salva.
Es cierto, esta crisis de autoridad se da a todo nivel y hoy toca seriamente a toda la nación. Es así como la juventud, por naturaleza rebelde, un sector de esta no cree en ninguna forma de autoridad. Sus causas están en la propia familia cuna de su socialización.
La autoridad paterna y materna tradicional que se imponía solo por su rol hoy ya no es posible. Por una parte, los hijos también reclaman consecuencia de sus padres y por otra, en casi la mitad de las familias de nuestro país no hay quién ejerza y enseñe a vivir la autoridad.
Tenemos muchas familias monoparentales donde generalmente las madres se “pelan el ajo” trabajando para darle lo mejor a sus hijos y estos están muchas veces solos. El padre, en muchos casos, no existe o está totalmente ausente.
También hay casos y no pocos, en que están ambos ausentes, algunos porque están apremiados por sobrevivir mejor y otros para acumular más riqueza en esta sociedad de consumo.
Frente a toda esta crisis de autoridad, sin duda la de mayores consecuencias es la política. Quienes detentan esta función, en gran medida llegan al servicio público con el discurso de servir a la comunidad y terminan aprovechándose del poder, perpetuándose y en definitiva sirviéndose del mismo.
Defienden la educación pública, pero sus hijos van a colegios particulares. Toman decisiones sobre la salud pública mientras ellos están en Isapres. Hablan de la pobreza mientras tienen altísimos ingresos que los hace estar en el 10% más acomodado.
Un gran ejemplo de este siglo ha sido José Mujica, ex presidente de Uruguay considerado el presidente más pobre del mundo, un hombre valorado y reconocido por su consecuencia de vida. Sin duda ha sido un ejemplo a imitar. Su presencia en los foros internacionales siempre impactó porque interpelaba el tradicional manejo de autoridad de los líderes contemporáneos. La autoridad de un presidente de esas características, sin duda que hace más creíble y convincente sus decisiones, como a la vez la comunidad se siente más involucrada en ellas.
Hoy se abre una esperanza. Las dos últimas leyes aprobadas por el congreso, en respuesta al Estallido social, terminan con el “apernamiento” en los cargos de representación y al clientelismo político.
Por otra, la disminución de sus ingresos ya no hace tan codiciable esos cargos. Es de esperar que las leyes de transparencia nos lleven a superar todo tipo de aprovechamientos de la función pública.
Lo lamentable es que todo esto no nace de una mejoría en la calidad de los dirigentes y que sean moralmente un real testimonio de coherencia de vida, sino sea el resultado de la coerción de las propias leyes producto de la presión social.
“Pobres no son los que tienen poco. Son los que quieren mucho. Yo no vivo con pobreza, vivo con austeridad, con renunciamiento. Preciso poco para vivir… Si tuviera muchas cosas tendría que ocuparme de ellas. La verdadera libertad está en consumir poco.” (José Mujica)
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