Puede existir cierto nivel de egoísmo en economistas de profesión y practicantes de la economía cuando proponen recetas y soluciones para frenar el aumento excesivo del indicador de nivel general de precios que experimentan algunos países del mundo y, por supuesto, Chile.
Quienes dan las explicaciones sobre el porqué del aumento y de sus consecuencias, casi indefectiblemente lo hace desde una posición política o ideológica, y normalmente no lo reconocen, y sabiéndolo perseveran en pontificar desde una discutible "posición técnica", desconociendo que irresolutamente la economía se fundamenta en dogmas de tipo ideológicos. Algunas veces esta costumbre de opinar, sin experimentar los efectos de las recetas, nos contagia como si tuviéramos un espíritu animal que nos guiara a actuar por recomendaciones, donde el egoísmo se manifiesta al no sentir los efectos de las recetas de las medidas económicas.
En el tema de la inflación se plantea implícitamente una enorme simplificación, porque ella es una aproximación para medir el cambio del costo de la vida que experimentamos las personas. La primera parte de la simplificación es que se busca, con un solo indicador, capturar los cambios en los precios que varían mes a mes, en todos y cada uno de los miles de bienes y servicios que consumimos los ya casi 20 millones de chilenas y chilenos (la proyección a junio de 2022 es de 19.828.563 personas). En Chile, este indicador es el índice de precios al consumidor (IPC).
La segunda parte es que el IPC tampoco mide la variación de todos los componentes de la canasta, porque mantiene una persistencia en el nivel de imputaciones debido a las restricciones de la pandemia de Covid-19. Entonces, el IPC es un indicador simplificado e incompleto del verdadero cambio del costo de la vida.
Así, los economistas y comentaristas periódicamente pontifican con recetas que los afectan menos que a aquellos sobre los cuales esas opiniones hacen sentir el costo de la vida. Estos últimos, en jerga clásica, los no-ricardianos, se refieren a quienes no pueden suavizar su consumo en el tiempo (ni dedicarse a pontificar), dado que todo lo que tienen en dinero (producto de su trabajo), lo gastan en consumo de necesidades muy básicas, como es comer, vestirse, pagar por transporte o salud.
Pero más importantes que aquellos que pontifican en algunos medios y que eventualmente pueden contribuir a la opinión pública, son los que deciden gasto o inversión (empleo), tanto públicos como privados, y que pueden hacer mover algo la aguja de la inflación. Esta aguja se mueve hoy más por las decisiones de repartición de dividendos de las grandes corporaciones, por las políticas de fijación de precios de insumos y productos finales, en los distintos mercados que están mayoritariamente concentrados, que por las decisiones atomizadas de comer o vestirse de la gran parte de los 20 millones y que necesitan empleo permanente para ello.
Así, para pontificar sobre la inflación y el costo de la vida primero se debe considerar los efectos en la canasta básica que deben comprar las familias, más por el lado de poder de consumir, que de cuánto y a qué precio. En esto último, existe un Estado potente que puede mantener las condiciones para no perder bienestar en los no-ricardianos.
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