Coescrita con Tomás Koch, doctor en Sociología y académico de la Universidad de Playa Ancha
Burton Clark propuso hace décadas un esquema que, precisamente por su sencillez, conserva una potencia analítica notable: el triángulo de coordinación. Toda universidad -sugería- se ubica en una tensión entre tres polos: el Estado, el mercado y la comunidad académica. La forma concreta que adopte una institución depende del equilibrio inestable entre estas fuerzas. La imagen permite entender que toda configuración universitaria supone grados variables de autonomía, presión externa y autorregulación. Pero también permite pensar lo que ocurre cuando ese triángulo se desequilibra, cuando uno de sus vértices comienza a organizar los otros como si fueran solamente extensiones.
En América Latina, y en particular en Chile, ese desequilibrio ha sido históricamente inducido por intervenciones externas. La dictadura no solo reconfiguró el sistema universitario, sino que transformó su lugar en la sociedad, subordinándolo a una lógica de mercado que aún persiste. Las universidades públicas fueron debilitadas, las privadas proliferaron bajo lógicas mercantiles y el principio de competencia se naturalizó como criterio organizador. Décadas después, la irrupción del gerencialismo en nombre de la calidad, la eficiencia y la rendición de cuentas vino a reforzar esta transformación, desplazando el centro de gravedad desde lo académico hacia lo administrativo y desde la deliberación colectiva hacia las evaluaciones externas. Las universidades chilenas comenzaron entonces a observarse bajo los lineamientos de la nueva gestión pública.
En este escenario, poco a poco se olvidó que el hoy percibido como natural arreglo de las universidades había sido alguna vez artificial. En otras palabras, se dejó de considerar que toda dependencia, incluso aquella dada por sentado, involucra una carga. Específicamente, considerado desde el triángulo de Clark, el polo estatal ofrece recursos normativos y presupuestarios, pero también impone alineamientos político-burocráticos que a menudo limitan la autonomía crítica. Por su parte, el mercado proporciona estímulos financieros y de posicionamiento, pero a costa de una lógica instrumental que erosiona la reflexividad institucional. La comunidad académica, finalmente, entrega legitimidad epistémica y cohesión interna, aunque puede volverse corporativa o autorreferencial si se aísla de lo público. Cada una de estas dependencias de las universidades implica riesgos distintos y ninguna puede eliminarse por completo.
Por presiones de la política pública, gran parte de las universidades chilenas se han organizado hoy bajo una dependencia dual: de recursos estatales condicionados por indicadores de desempeño y de incentivos de mercado mediados por la competencia y la diferenciación por prestigio. Esta doble presión ha resultado en un debilitamiento de la gravitación del polo académico, que queda subordinado a racionalidades externas, o encapsulado en una defensa reactiva, si es que existe. En este sentido, lo que se presenta como gobernanza es muchas veces gestión de la dependencia de los polos estatal o de mercado, administración de flujos que definen lo que es visible, evaluable y financiable, desplazando así otros criterios formativos o de naturaleza deliberativa a los márgenes.
Si se examina el debate actual, es fácil identificar que existen críticas sobre los intentos de cambio, como ocurre en las discusiones sobre la democratización de las universidades. Sin embargo, lo que dichas críticas omiten por lo general es que la actual normativa encubre un profundo desequilibrio en la dirección de los polos estatal y/o de mercado. Como resultado, se normaliza una estructura que, bajo el argumento de los principios de eficacia, eficiencia y competitividad, mantiene formas de económica-administrativas que ya no resisten justificación normativa. En este contexto, defender el statu quo como si se tratara de neutralidad reproduce una visión parcial de la universidad, invisibilizando el conflicto sobre sus formas de legitimación en disputa.
La enseñanza aquí es esencial. Los tomadores de decisiones se deben considerar los trade offs entre autonomía institucional, legitimidad pública y sostenibilidad financiera, reconociendo que no existen soluciones neutras ni equilibrios permanentes. Toda intervención redistribuye poder, redefine prioridades y reconfigura las formas de lo pensable dentro de la universidad. En este sentido, lo actualmente existente, este gerencialismo impulsado estatalmente de las universidades chilenas, no es el criterio último de evaluación de la pertinencia de los cambios, sino una configuración históricamente producida, cargada de puntos ciegos, inercias y, por tanto, asimetrías.
Aquí, como en todo, no hay forma institucional sin costo. Recuperar la autonomía requiere asumir que todo vínculo implica dependencia, pero que no toda dependencia es equivalente. El triángulo nunca desaparece. Pero la elección entre las tendencias de control estatal, captura mercantil o encierro gremial no es una cuestión sin consecuencias. Requiere de atención a las consecuencias políticas que cada forma de dependencia conlleva, así como de la capacidad de crear márgenes de acción. Elegir, entonces, implica también sostener un proyecto de universidad capaz de reflexionar críticamente sobre sus vínculos, sin renunciar necesariamente a su capacidad de producir diferencias. En tiempos de estandarización generalizada, gerencialista, ese gesto es quizás un acto de libertad universitaria necesaria. Una libertad que no se juega en la autonomía declarada, hoy usada como punto límite para la reflexión, sino en la práctica cotidiana de sostener sentidos propios, incluso en medio de las dependencias.
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