En el sistema educativo chileno se vive una silenciosa, pero alarmante, transformación: Entre 2015 y 2023 el número de menores de edad que rindieron exámenes libres creció 380%, una cifra que no puede pasar desapercibida. ¿Por qué tantos niños, niñas y jóvenes están abandonando el sistema tradicional?
Las razones son tan variadas como preocupantes. Barreras impuestas por políticas como el Sistema de Admisión Escolar (SAE) y la ley de Inclusión, o simplemente la incapacidad de atender las necesidades diversas de sus estudiantes. En este contexto, es plausible pensar que los exámenes libres están siendo utilizados como una vía de escape para familias que sienten que el modelo formal no les ofrece una solución para alcanzar aprendizajes significativos o para fortalecer el desarrollo socioemocional de sus hijos.
El problema va más allá de los números. Algunos menores de edad que optan por esta modalidad podrían enfrentar una serie de desventajas que comprometen su desarrollo integral. Primero, los exámenes libres se limitan a evaluar contenidos mínimos del currículo, dejando vacíos importantes en habilidades esenciales como el pensamiento crítico, la creatividad y la resolución de problemas.
Segundo, las desigualdades socioeconómicas marcan profundamente esta modalidad. Mientras las familias con recursos pueden costear tutorías y materiales de apoyo, los estudiantes más vulnerables quedan relegados a sus propios medios, perpetuando brechas educativas. Tercero, el aislamiento social que conllevaría esta modalidad priva a los menores de la interacción con pares y docentes, elementos fundamentales para su desarrollo emocional y social.
El Ministerio de Educación carece de cifras que permitan la trazabilidad en los datos para evaluar el impacto de esta modalidad y diseñar políticas efectivas. Sin un sistema robusto de seguimiento, no sabemos quiénes están quedando atrás.
En este escenario, y dado que para algunos estudiantes esta modalidad puede ser necesaria en un periodo de su trayectoria educativa, es urgente implementar medidas que la fortalezcan como una alternativa que promueva su desarrollo integral. Por ejemplo, se podría ampliar el currículo evaluado, incorporando asignaturas como arte, música y tecnología para enriquecer la formación integral de los estudiantes; crear programas de tutorías gratuitas y acceso a materiales pedagógicos para los sectores más vulnerables; priorizar el bienestar socioemocional, incorporando evaluaciones que identifiquen y atiendan las necesidades emocionales y sociales de los menores; y por último, se debe desarrollar un sistema de datos centralizado que permita monitorear el impacto de esta modalidad y diseñar políticas basadas en evidencia.
Transformar la crisis en oportunidad requiere un modelo educativo que ponga a los estudiantes al centro, sin excepciones.
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