Las escuelas no tienen fronteras

Alejandra Grebe
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La pandemia ha ejercido un impacto general en todas las dimensiones de nuestra vida cotidiana y los niños de nuestras escuelas, sin duda que han sido de los más afectados. Quizás un poco a la fuerza nos estamos enfrentando a preguntas fundamentales respecto de acentos, modos y dimensiones de nuestra forma de educar. Preguntas que muchas veces como sistema nos resistimos a responder.

El año 2017 con la publicación de Ley N°21.040, comenzó la creación de un nuevo Sistema Nacional de Educación Pública. Un sistema en donde los establecimientos educacionales de dependencia municipal se irán incorporando a Servicios Locales de Educación Pública (SLEP).

llos buscan ser instituciones modernas, especializadas en educación, con identidad territorial y que orientan su gestión fundamentalmente en poder asegurar las condiciones para que cada comunidad educativa, pueda entregar una educación de calidad. En la actualidad contamos con siete SLEP instalados desde la primera a la novena región y llegaremos a ser setenta en todo el país.

Iniciamos las clases en marzo 2020 y pasada un par se semanas nuestras escuelas quedaron vacías. Las escuelas y jardines debieron enfrentar una situación que ningún pronóstico pudo anticipar.

Debieron salir al encuentro de sus estudiantes, sus contextos y necesidades sin el contacto personal habitual, el cual los educadores reconocemos como esencial e irremplazable de cualquier proceso educativo. Sin duda, este fue el primer gran desafío que hemos debido afrontar.

Los niños no han dejado de estar en la escuela y esta afirmación pone en evidencia el primer cambio de paradigma; porque hoy la escuela está en todas partes, porque hoy la sala de clases se ha trasladado en sus múltiples formas a las casas de nuestros estudiantes y las fronteras de la escuela ya no existen.

Este cambio no puede volver atrás, hemos aprendido o mejor dicho evidenciado la importancia de integrar a las familias y los contextos de nuestros estudiantes en sus aprendizajes. La escuela hoy no tiene fronteras y donde hay un educador dispuesto con creatividad a enseñar, ahí está la escuela.

Tenemos una tarea a corto plazo y que dice relación sobre cómo asegurar espacios seguros con modalidades flexibles para lo que será el retorno a clases en algún momento.

Pero tenemos una tarea más trascendental que es cómo repensamos la escuela en términos de construir espacios de aprendizaje innovadores, capaces de formar comunidades de aprendizaje, proyectos educativos que aseguren los sellos de cada territorio, en donde el aprendizaje socioemocional (tan ampliamente validado hoy) y las competencias del siglo XXI se puedan desarrollar, en clave de diversidad, inclusión y participación.

Hemos aprendido o, mejor dicho, hemos vuelto a significar la transcendencia de las y los educadores, tanto profesores, educadoras, técnicos y asistentes de la educación. Lo que sabíamos se hace evidente: los educadores, por medio de sus expectativas y competencias profesionales, son los que hacen la diferencia en la calidad de los aprendizajes de los niños y niñas.

Hemos aprendido que el involucramiento y participación de los estudiantes en su proceso de aprendizaje es esencial, pero esto no es fortuito, sino que intencionado e implica que la escuela integre sus intereses, expectativas y sobre todo lo que ellos nos dicen respecto a las formas de aprender que les parecen más oportunas y atractivas.

Una nueva educación pone el foco más que en la “enseñanza” en el “aprendizaje”, adquiere como principal práctica el “escuchar” por sobre el “hablar”, comprende que la evaluación es parte y no final de un proceso y que los estudiantes son sujetos activos de sus aprendizajes. 

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