El Ministerio de Educación ha presentado una propuesta de actualización de las Bases Curriculares desde 1° básico a 2° medio, actualmente en evaluación por el Consejo Nacional de Educación. Como suele ocurrir, la iniciativa se presenta como un paso hacia una educación más moderna, capaz de responder a los desafíos del presente y del futuro. En particular, ella promete incorporar contenidos sobre educación financiera, ciudadanía digital, educación ambiental y uso ético del lenguaje. También apunta hacia el fortalecimiento de la lectura y la escritura en todas las asignaturas. La intención es clara: hacer de los establecimientos educativos los espacios donde se establecen las bases para resolver problemas que, de otro modo, quedarían sin respuesta: en este caso, adquirir las competencias vistas como claves para el futuro.
Este fenómeno no es nuevo. Se llama educacionalización y consiste en trasladar cada vez más problemas sociales al sistema educativo bajo la presuposición de que éste es el eje conductor de todo cambio. Si hay desigualdad, la solución es la educación financiera. Si hay violencia en redes sociales, la respuesta es la ciudadanía digital. Si hay crisis climática, lo urgente es enseñar educación ambiental. La lógica es implacable y, por eso, convincente: ante cualquier problema, los establecimientos educativos son el espacio ideal para intervenir. Como resultado, la educación se carga de responsabilidades, bajo la promesa de que más contenidos producirán más y mejores ciudadanos.
Cabe aquí recordar que este optimismo tiene al menos dos condiciones de posibilidades para ser efectivo. Primero, enseñar educación financiera no altera el acceso desigual al crédito ni la precariedad laboral. Formar en ciudadanía digital no cambia la estructura de las plataformas tecnológicas ni la forma en que manipulan el comportamiento de los usuarios ni incentivan, directa o indirectamente, la formación de "burbujas algorítmicas" donde encontramos nuestras concepciones validadas como reales. Igualmente, la educación ambiental puede crear conciencia, pero no regula la explotación de recursos ni transforma las decisiones económicas. En este sentido, la educación no es omnipotente, y sin cambios estructurales fuera del aula, las reformas curriculares pueden bien convirtiéndose en declaraciones de buena intención -y poco más-.
En este sentido, todo cambio educativo requiere, a la vez, un cambio social. No basta con introducir nuevos contenidos en el aula si fuera de ella las condiciones siguen siendo las mismas. Reformar el currículum es un paso importante, esencial quizá, pero solo será efectivo si se inserta en una transformación más amplia que complementa la responsabilidad en el establecimiento educativo.
Segundo, y quizá más importante, esta expansión del currículum redefine el papel del docente, exigiéndole no solo transmitir conocimientos, sino también mediar en problemáticas que antes eran competencia de otros ámbitos. Este cambio no solo afecta a quienes ya están en las aulas, sino también a las carreras de pedagogía, que ahora deben formar profesionales capaces de responder a estas nuevas exigencias. Por lo tanto, los programas de educación superior en formación inicial deben igualmente ajustarse para integrar estas nuevas demandas sin sobrecargar a los futuros docentes con una multiplicidad de funciones difíciles de sostener en la práctica. La enseñanza de contenidos disciplinares sigue siendo el núcleo de la labor docente, pero ahora se superpone, además, con expectativas sobre su capacidad para modelar conductas, orientar debates éticos y asumir responsabilidades que antes recaían en la familia, el Estado o la sociedad civil. Esta transformación, positiva, no es menor, pues redefine la identidad profesional del docente y, con ello, la estructura de la docencia.
Al final, la mayoría de los problemas de la sociedad moderna no son problemas de educación, sino de coordinación. Coordinación entre escuelas y universidades, coordinación entre espacios de decisión políticos y espacios pedagógicos y coordinación entre lógicas educativas, gubernamentales, económicas y así sucesivamente. Los establecimientos educativos pueden contribuir, qué duda cabe, pero no pueden reemplazar los mecanismos de coordinación que la sociedad necesita para abordar estos desafíos de manera efectiva. Pensar que todo se resuelve con educación, y concentrar el debate en cuál asignatura sí y cuál no, elude el problema real: la necesidad de estructuras que permitan decisiones más coordinadas para abordar estos problemas.
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