Coescrita con Carolina Ulloa, socióloga y directora de Aseguramiento de la Calidad UMCE; Andrea Alvarado, U. de Tarapacá; y Gabriel Soriano, UMCE
Uno de los principios elementales de cualquier intento de análisis es su contextualización. En ausencia de este, lo que se ofrece no es comprensión, sino mera aplicación normativa. Para el análisis de las pedagogías, esta advertencia es aún más crucial. En efecto, desde una mirada situada, no debería sorprender que la elevación de los criterios de ingreso en pedagogía manifieste la contracción más dramática en universidades estatales con anclaje territorial, precisamente aquellas mandatadas por el Estado para formar docentes donde más se los requiere.
Aquí, como en muchas otras áreas, la imposición uniforme de mayores requisitos de ingreso, invocando un estándar de "calidad", ha generado un efecto previsible y profundamente inequitativo. En ningún caso se trata de un "ajuste transitorio", como han señalado algunos comentaristas, sino de una transformación estructural cuyos efectos ya comienzan a manifestarse con nitidez.
Los datos son elocuentes: en las universidades regionales, la matrícula de carreras pedagógicas podría disminuir -en promedio- cerca de 50%, quedando algunas carreras incluso sin matrícula nueva. Esto las condena, en el largo plazo, y en este sistema que financia la demanda, a la extinción. ¿Qué hará Magallanes sin profesores de educación básica, o sin profesores de matemática, que podrían rondar los 5 matriculados nuevos el próximo año? ¿O Iquique sin profesores de física en unos años más?
Lo mismo sucede en regiones más cerca del centro: ¿Qué hará Talca con menos de 5 profesores de biología y química? Y, a mayor abundancia (o tal vez deberíamos decir menor), ¿qué hará Chiloé con sólo 10 nuevas educadoras de párvulos para toda la región? Esto solo considerando que todos los que ingresan llegan a titularse.
En este escenario, las consecuencias son claras: exclusión territorializada, desincentivo vocacional y riesgo de desabastecimiento docente en las zonas que históricamente han sido más desatendidas por el Estado. Todo parte, efectivamente, de los principios. Y el que sostiene esta reforma es particularmente problemático: que el problema de la educación reside en la calidad individual de quienes ingresan a pedagogía y que un mejor puntaje asegura un mejor docente. Esta noción ignora que la docencia es una práctica situada, que requiere mucho más que dominio disciplinar: exige sensibilidad cultural, compromiso comunitario y conocimiento del territorio.
En contextos como el Norte Grande, la Araucanía o las zonas rurales del Maule, los desafíos educativos no se resuelven con una mayor concentración de puntajes altos, sino con políticas que fortalezcan el arraigo, reconozcan la diversidad y aseguren condiciones materiales dignas para quienes optan por enseñar. Exigir más está lejos de ser un problema; el problema radica en presuponer que aquella medida por sí sola puede mejorar la situación. Un mismo docente puede tener rendimientos e impactos diferentes dependiendo de las realidades educativas en las que se desenvuelve: aquel que es capaz de sintonizar con sus estudiantes y comprender como llegar a ellos, no necesariamente es el que mejor puntuó en una prueba estandarizada, sino el que aprendió, en su formación, a mediar el conocimiento adquirido para audiencias diversas; el que aprendió a manejar mejor la convivencia en la escuela, el que comprende los medios de los que dispone y sueña en grande. Y por lo demás, ¿cuál es la gran diferencia entre un estudiante con rendimientos dentro y fuera del rango establecido? ¿Una pregunta más o menos?
El énfasis selectivo en estándares formales, que constituye, por cierto, uno de los riesgos más extendidos del debate educativo contemporáneo, desplaza la discusión desde las condiciones estructurales hacia atributos individuales. En lugar de interrogar cómo mejorar la formación inicial, cómo fortalecer la carrera docente, cómo acompañar a estudiantes en tránsito o cómo articular universidad y escuela, se opta por filtrar ex ante. Se refuerza así un patrón que favorece a quienes ya se encuentran en posición de ventaja y se margina a quienes requieren mayores apoyos institucionales. Este diseño, en la práctica, desincentiva el ingreso a pedagogía desde sectores populares y regiones periféricas, erosionando la posibilidad de construir un cuerpo docente plural, situado y comprometido con los desafíos locales. Y, como si no fuera suficiente, atenta contra la difícil realidad país y a nivel mundial: el déficit estructural de docentes y las posibilidades así de escolarizar a nuestros niños y jóvenes.
Pensar la educación como política pública exige más que establecer un umbral de entrada. Implica hacerse cargo de las condiciones reales en las que se produce la formación docente, del tipo de instituciones que la sostienen y de los territorios en los que dicha formación adquiere sentido. En ocasiones, la aplicación de una igualdad formal resulta en una consecuencia no buscada: profundización de la desigualdad. Aquí, en relación con las pedagogías, la evidencia muestra que no basta con subir la vara si no se aseguran oportunidades equitativas para todos y todas de llegar a ella. Porque si la promesa de calidad se edifica sobre mecanismos de exclusión, lo que se consolida no es una mejora, sino una nueva forma de desigualdad. Una desigualdad, esta vez, y otra vez, legitimada institucionalmente.
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