Universidades estatales, es hora de cambiar el rumbo

La nueva Ley de Universidades Estatales (Nº 21.094), que rige desde 2018, encuentra a estas instituciones en situación de debilidad. Esta ley prolonga el abandono por parte del Estado hacia ellas, que data desde 1980. Desde entonces, un número importante de las universidades públicas se han visto forzadas a imitar a algunos negocios universitarios privados, ampliando el número de matrículas, con insuficiente consideración a la planta académica y una infraestructura hace décadas menesterosa.

Dentro de ese marco, establece que las universidades públicas deben darse un nuevo estatuto o normas internas, excepto las creadas en Aysén y en la región de O’Higgins.

La nueva Ley asigna a las universidades estatales “autonomía”, la que es bienvenida, pero insustancial. La nueva legislación no aborda el sistema universitario chileno y mantiene el sistema de financiamiento, basado en subvención estatal a la demanda (alumnos), que financia con recursos públicos los negocios privados de educación. La supuesta autonomía queda subordinada al mercado. El hecho se agrava por pequeños grupos de poder interno. La nueva ley exige que cada institución genere sus nuevos estatutos.

Ahora bien, la vigencia de decretos-ley (que datan de 1989) permite a rectores y decanos de universidades públicas despedir a académicos casi a voluntad, incluso si entraron por concurso. Ello vuelve imposible un debate libre y autónomo para la elaboración de nuevas normas internas.

Tampoco ofrece orientación sobre los llamados profesores por hora. La variedad de los académicos por hora  (varios miles) es amplia: los hay con formación doctoral y experiencia en investigación, y los hay con solo el grado de licenciado. Lo que tienen en común es que en ellos recae el mayor peso de la docencia de pre grado en las universidades estatales, lo que la ley ignora.

La inestabilidad de su régimen laboral entorpece la calidad del resultado, a pesar de que son responsables entre el 40% y el 70% de la docencia de pre grado.

De ella extraen las universidades públicas lo principal de su financiamiento. A los académicos por hora se les ha impuesto en algunas universidades estatales un papel equivalente a los profesores-taxi de los negocios privados de educación.

La participación de los estamentos no está resuelta en la nueva ley. Las instituciones estatales deben servir los fines establecidos legalmente por el Estado, en tanto expresa un interés que supera al de los miembros de cada comunidad universitaria.

Ello condiciona la incidencia de académicos, funcionarios y estudiantes en sus instituciones, pero no debe impedir que tengan un amplio campo de democracia universitaria. Si se combina un gobierno universitario con niveles alternados de autoridades por competencia (directores de docencia, de carreras, escuelas de pos grado) con otras de origen democrático, acompañados de exigencias académicas para ser elegible, es bienvenida una amplia participación de los estamentos en la decisión.

Nada dice, tampoco, la nueva ley, sobre la  relación entre las distintas universidades públicas. Sólo enuncia que el Estado debe promover entre ellas una “visión sistémica y colaboración”, pero no define esos conceptos, ni el de “público”.

Y no los define porque buscó dejarlas en la actual situación de competir por alumnos y recursos de investigación, entre ellas y con los negocios universitarios privados.

Sin embargo, el costo de los laboratorios, de las bibliotecas, y de plantas calificadas tanto de académicos como funcionarios requiere abandonar el actual modelo de competencia entre universidades estatales, dando lugar a asociaciones y posibles fusiones de algunas áreas.

En un gran esfuerzo político motivado por la presión de universidades anglosajonas que las dejaba sin los mejores alumnos y profesores, Francia agrupó en nuevas instituciones su multiplicidad de universidades, con excelentes resultados nacionales e internacionales. Eso se espera de una ley de universidades, no palabras vagas como “visión sistémica”.

Para satisfacer los requisitos de una verdadera educación universitaria pública se requiere de elementos que no aparecen en la nueva ley.

Una ley de universidades estatales debe exigir, y también los estatutos de cada universidad, que se aborde, en primer lugar, un sistema nacional de concursos públicos académicos, con jurados externos acreditados, que sustituya la corrupción intra universitaria en el fallo de algunas convocatorias.

También, el cese de las subvenciones a las universidades privadas con fines de lucro.

Favorecer la integración de recursos públicos hoy dispersos en universidades estatales aisladas (laboratorios, bibliotecas, salas).

Así como, apoyar la elección y renovación frecuente de autoridades, previa garantía de experticia en investigación y docencia.

Por último, jerarquizar a los profesores por hora y la reducción de salarios de directivos; actualmente hay enormes incentivos financieros para abandonar la vida académica por otra de burócrata universitario.

La nueva ley de universidades estatales perpetúa el sistema generado durante la dictadura, al que tampoco provee de medios para elevar su calidad. En tales condiciones, los estatutos que estas se den poco pueden hacer. Solo una nueva Constitución y una verdadera nueva ley de universidades públicas permitirían a estas alcanzar su misión.

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