Violencia escolar, un grito que interpela a todos

Los episodios de violencia estudiantil que hemos presenciado en Chile en las últimas semanas -desde el uso de bombas molotov hasta el brutal empalamiento de un niño- no son hechos aislados ni excepcionales, aunque tampoco representan un comportamiento generalizado entre los jóvenes. Más allá de la conmoción que generan, revelan una fractura profunda: Son la expresión de un malestar que, acciones aunque se manifiesta en unos pocos, atraviesa de manera latente a toda una generación marcada por el vacío y la desconexión.

No basta con atribuir esta violencia a la desobediencia juvenil ni con reducirla a un problema de comportamiento. Tampoco alcanza con explicaciones simplistas que responsabilicen únicamente al contexto social o económico. Lo que vemos aquí es un síntoma que no habla con palabras, pero que, no obstante, nos interpela a todos. Desde una perspectiva psicoanalítica, lo que observamos no es un discurso simbólico que busca transformar la realidad, sino un signo: Una acción que expresa lo que no encuentra lugar en el lenguaje, lo que no puede ser pensado ni elaborado. Y en esta distinción, entre signo y símbolo, se abre una clave para comprender el fenómeno.

Cuando el acto sustituye a la palabra

En psicoanálisis, el signo es una manifestación inmediata, cargada de intensidad, pero vacía de elaboración simbólica. Es una descarga que actúa aquello que no puede ser dicho. En contraste, el símbolo supone un esfuerzo por transformar el conflicto interno en algo que pueda tramitarse a través del lenguaje y compartirse con otros. El símbolo construye sentido; el signo, en cambio, deja tras de sí vacío y desconcierto.

Los jóvenes no se rebelan únicamente contra normas opresivas, sino contra el vacío y el sin sentido. Este vacío no es una anomalía individual, sino un clima que afecta a toda una generación. Lo que es general no es la violencia misma -que sigue siendo la manifestación de unos pocos-, sino las condiciones que la hacen posible: Una desconexión con los valores colectivos, la falta de referentes sólidos y una sociedad que no ofrece un horizonte de sentido. En ese contexto, los actos violentos son respuestas inmediatas y sin contenido, tan vacías como las estructuras contra las que reaccionan. Son, en esencia, expresiones de un malestar que no encuentra otra vía para hacerse visible.

La sociedad neoliberal, con su lógica de rendimiento y competencia, ha desmantelado los vínculos que sostenían la convivencia. Los jóvenes, empujados a definirse por su éxito y visibilidad, habitan un espacio saturado de expectativas, pero vacío de sentido colectivo. En ese vacío, la violencia no aparece como resistencia, sino como un intento desesperado de existir en un espacio que no les ofrece palabras ni referentes.

La fractura del tejido simbólico

Para que un conflicto se transforme en símbolo, es necesario un marco que lo contenga, un espacio que lo escuche y lo ordene. Pero nuestra sociedad ha abandonado esta tarea, atrapada en una lógica de inmediata y desarticulación. Los jóvenes no se encuentran en las instituciones -escuelas, familias, comunidades- un lugar donde puedan elaborar sus tensiones. En su lugar, enfrentan normas desconectadas de la realidad y adultos que han perdido su capacidad de orientarse.

Este fenómeno no es únicamente responsabilidad de los jóvenes. Es el reflejo de un colapso en la autoridad simbólica, aquella que los adultos -padres, educadores, instituciones- deben ejercer. Pero esta autoridad no ha desaparecido porque falte poder, sino porque ha perdido coherencia. La ley, que debería ordenar y sostener la convivencia, se ha vuelto un eco vacío, una serie de normas desconectadas de las necesidades reales de quienes deben catarlas. En este contexto, los adultos no solo fallan en contener la violencia, sino que parecen incapaces de ofrecer un horizonte que permita a los jóvenes tramitar sus tensiones de manera simbólica.

Un llamado a reconstruir lo simbólico

Lo que enfrentamos no es simplemente una crisis de comportamiento juvenil ni una explosión de violencia generalizada. Es el signo de algo que no hemos sabido contener ni escuchar. Aunque los actos violentos son cometidos por unos pocos, expresan un malestar colectivo que resuena en la experiencia compartida de toda una generación. La violencia, con toda su crudeza, nos muestra que hemos fallado en la tarea de transmitir un sentido de comunidad y de orientar a las nuevas generaciones hacia un proyecto común.

Recuperar el tejido simbólico no significa imponer normas desde el autoritarismo ni abrazar una indulgencia que trivialice lo ocurrido. Implica reabrir espacios para la palabra y la escucha, para que los conflictos puedan transformarse en símbolos y no en signos. Es un proceso complejo, que requiere tanto de instituciones más coherentes como de adultos capaces de asumir su rol como referentes.

Solo reconstruyendo lo simbólico, es decir, recuperando la capacidad de expresar y tramitar los conflictos a través del diálogo y la reflexión, en lugar de actuar la violencia, podremos construir una convivencia más justa y un sentido de comunidad que hoy parece perdido. La alternativa es permanecer en una sociedad donde el acto sustituya a la palabra, perpetuando el grito mudo como único lenguaje posible. Eso, más que la violencia en sí misma, es el verdadero fracaso que nos interpela a todos.

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