¡Claro que queremos volver al aula y reencontrarnos con nuestros y nuestras estudiantes y colegas! Queremos seguir haciendo aquello por lo que nos hemos capacitado largos años de estudio y dedicado una buena parte de nuestras vidas: la enseñanza. Pues ser profesor o profesora en cualquier nivel del sistema educativo requiere gran preparación y estudio, y aunque es muy agotador y una tarea imposible, como la llamaba Freud, no es menos cierto que es una fuente de gran satisfacción y orgullo.
Queremos volver al aula porque somos educadores, educadoras y eso significa muchas cosas. Porque nos interesan las preguntas difíciles que nos formulan ciertos estudiantes que nos interpelan y nos piden que nos pronunciemos sobre el momento actual con un exigencia de coherencia y eticidad que puede llegar hasta el vértigo, pero también queremos tener noticias de tal o cual estudiante que estaba con grandes dificultades para seguir estudiando esperando que la beca pueda seguir operando en estas circunstancias, porque sabíamos que algunos debían trabajar mientras estudiaban, o porque en sus casas no había internet o computadoras que les permitieran la continuidad de clases virtuales como a cualquier hijo de gerente. Queremos volver porque queremos estar imbuidos en las problemáticas disciplinarias que hemos investigado o han sido de nuestro interés largo tiempo. Queremos discutir, a partir de lo aprendido durante el 2020. Queremos debatir, si es necesario una nueva reforma curricular o llevar a cabo la actual hasta la frontera de sus posibilidades puesto que, la evidencia muestra que, en situaciones de estrés colectivo el autoconocimiento y la gestión del ánimo parecen claves, y eso no está entre los objetivos educativos actuales. Queremos volver a clases porque nos interesan las discusiones sobre la política universitaria o escolar, queremos discutir si es posible sostener un sistema educativo estatal y nacional con justicia social y educativa dentro de un sistema como el nuestro extractivista y de servicios o debemos proponer otro sobre la base del desarrollismo, el cuidado del medio ambiente y la nacionalización de los recursos naturales. Queremos discutir si la nueva constitución es una salida o no a estas encrucijadas, etc. En fin, queremos volver al aula porque desde ahí queremos estar en el pálpito cotidiano del país.
Eso sí, antes de eso es importante reivindicar ciertos aprendizajes y postular al año 2020 como un gran maestro, y valga la paradoja, declararlo un año en que se hizo cierta la incertidumbre, y esto lo cambió todo. Revisemos qué puede significar todo esto.
Cuando Edgard Morin en el año 1999 presentó su reconocido texto "Siete saberes para la educación del futuro" planteó en uno de sus capítulos que parte de los desafíos educativos en los tiempos a venir era aprender a afrontar la incertidumbre. Vivimos, dijo Morin, en islotes de certezas rodeadas de océanos de incertidumbre. Esta imagen evoca la escasez de certezas y la abundancia de incertidumbre, vale decir que es menos frecuente tener seguridades que perplejidades e indecisiones. Estas incertidumbres están vinculadas al conocimiento o a la manera en que el cerebro-mente traduce los estímulos de entornos interno-externo y reconstruye significados para nuestro operar en el mundo.
Por un lado, organizamos la experiencia desde nuestra racionalidad, es decir, desde las ideas que, con nuestra mente representamos el mundo real en el que tenemos algún tipo de contacto. Podemos decir que nuestra racionalidad es fruto de nuestra propia historia, de nuestras experiencias, construimos sentido desde nosotros mismos. A partir de esta forma de racionalización los seres humanos no somos capaces de alcanzar todo el mundo, sino solo lo que somos capaces de pensar, generalmente aquello que nos es cercano, familiar y que nos rodea, es por esto, tal vez, que a veces esas maneras de ver no se corresponden con el mundo real, ya que están basadas en nuestras ideas y estas no son siempre fiables. Pero, este mecanismo no actúa solo, nos advierte Morin pues, por otro lado, la racionalización consiste en llevar nuestra realidad a un sistema coherente y delimitado para nosotros sin tener la necesidad de ser razonables para el resto. Y, puesto que la gran mayoría de las veces somos ciegos a los errores e ilusiones de certeza y verdad que nos dan nuestras propias ideas, no podemos ser conscientes de nuestros errores. Por ejemplo, pensar desde el Ministerio de Educación que todas las escuelas son "colegios" con las mismas condiciones de los establecimientos privados donde los estudiantes y profesores están bien conectados y con computadores personales para sus actividades académicas. Puesto que, ya sabemos que ministros, subsecretarios y altos personeros del estado no son (en su gran mayoría) ex estudiantes del sistema público de educación en ningún nivel, luego no conocen ni sus salas ni sus baños ni sus patios ni su capacidad de conexión a internet.
Para lograr esa visión del error en la educación, dice Morin, se debe aceptar que no existe conocimiento que no esté, en alguna medida, amenazado por el error y la ilusión. Lo anterior podría significar que la actitud más coherente para afrontar la incertidumbre, la amenaza de error e ilusión de nuestras propias ideas es la duda, no la desconfianza, sino la duda.
Y cuando uno duda, podríamos agregar nosotras, preguntamos. ¿A quiénes preguntamos? A aquellos que se encuentran cotidianamente involucrados en la situación problema, es decir, en este caso, a la comunidad educativa en su conjunto.
Entonces, que nuestra realidad no sea otra cosa que nuestra idea de la realidad nos debería invitar a preguntarnos ¿por qué veo, entiendo o interpreto lo que pasa de esta manera y no de otra? ¿sobre qué ideas, evidencias, argumentos, ideologías, etc., doy sentido a lo que está pasando? ¿puede ser posible que mis ideas, evidencias, argumentos, ideologías no sean las más adecuadas para declararse "verdad" o "realidad" que otras ideas existen?
Comprender que el conocimiento con el que abordamos el mundo es situado, se produce en un contexto sociohistórico particular, permite cuestionar su uso y complejizar la manera en que consideramos las teorías que profesamos y las que usamos.
A partir de esto ¿qué aprendimos realmente el año de la pandemia? ¿qué experimentamos durante el 2020? Primero que todo la fragilidad de nuestras vidas, pero no sólo y exclusivamente en el sentido biológico ya que la muerte es nuestra única certeza, sino que, peor aún, nuestra fragilidad social, no hay sostén, no hay soporte, no hay sustento. Muchos y muchas estuvieron solos y debilitados frente al infortunio. El Estado no estuvo, para muchos estudiantes, para profesores, para las escuelas, para las universidades.
Es esto definitivo, claro que no.
Entonces, hubo solidaridad. Claro que sí, hubo solidaridad. En los territorios, barrios, localidades hubo organización y solidaridad, desde las ollas comunes hasta asistencias médicas, de compañía y culturales, ayudas económicas, educativas y una gran proliferación de proyectos comunitarios como los huertos urbanos que se nos presentan como alternativa a otra sociedad.
Durante la pandemia, los profesores, profesoras y estudiantes aprendimos a trabajar en forma sincrónica vía zoom u otras plataformas, pero también de forma asincrónica, editamos videos, animamos power point con sonidos e imágenes, usamos el WhatsApp incluso para realizar evaluaciones. Llevamos o enviamos guías de estudios hasta las casas. Los profesores en las escuelas hicimos turnos éticos, repartimos víveres, visitamos las casas de los alumnos. Más importante aún, reforzaron nuestra capacidad de escucha a los y las estudiantes, supimos en profundidad de sus problemas, en que trabajaban si tenían hijos, si estaban a cargo de sus familias. Se entregaron computadores y chips a los estudiantes que no tenían posibilidades de trabajar en línea, pero también supimos de los estudiantes que querían abandonar los estudios, los que ya no podían más porque estaban agotados con sus propias vidas, y tantas y tantas historias humanas más.
De los aprendizajes centrales que nos está dejando esta pandemia es que SOLOS no podemos hacer frente a las grandes catástrofes que hemos engendrado como humanidad. Que el modelo de desarrollo extractivista y neoliberal que persigue el crecimiento económico como única vía de desarrollo genera pandemias y aluviones y que, por lo tanto, debemos pensar el mundo de otra manera. Es decir que, es la comunidad no la individualidad la que nos protege mejor cuando las cosas andan mal, y la que nos hace avanzar cuando tenemos proyectos.
Queremos volver al aula, claro que sí. Empero, nos resulta clave en esta encrucijada post pandémica preguntarnos ¿a qué volveremos? Los cambios son ya evidentes. Se nos ha advertido sobre pandemias futuras, la automatización y el teletrabajo ha dejado a millones de seres humanos desocupados, las migraciones por razones políticas o climáticas son evidentes para todos. El siglo veinte dejó de existir hace ya 21 años ¿qué nuevos senderos debemos transitar en esta época de incertidumbre? ¿de qué debemos hablarles a nuestros estudiantes a su regreso a las aulas? ¿para qué mundo debemos prepararlos?
Volvamos al aula, pero empecemos ya a reflexionar sobre los sentidos próximos de la educación en todos los niveles. Y como reza el proverbio: para llegar a un lugar hay que decidirse dejar otro.
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