Un grupo de hasta ahora 392 académicos y académicas de nuestro país han pedido a sus rectores la suspensión de las clases en sus universidades con el afán de prevenir la diseminación de virus COVID-19. Si bien lo solicitado resulta razonable, la carta merece algunos comentarios. Se trata de un grupo de académicos de la elite chilena, un 78% de ellos provenientes de la PUC y de la Universidad de Chile, que con el ánimo de contribuir a la salud pública invitan a suspender clases y a realizarlas de modo virtual. En buena parte lo que solicitan es autoprotección y aislamiento y, en este sentido, uno esperaría de ellos actos más generosos frente a una eventual crisis.
Si ha de abandonársela, ¿por qué no, por ejemplo, disponer de la poderosa infraestructura universitaria para el servicio de la autoridad sanitaria? Está claro que, como lo señalan los firmantes, la medida contribuye a disminuir el ritmo acelerado de contagios.
Pero frente a un transporte público que como el Metro de Santiago que apretadamente traslada cada día a tres millones de pasajeros, lo sugerido por las y los colegas puede ser una contribución limitada. Pongo el ejemplo por la simple razón que el pensamiento parroquial nos puede jugar malas pasadas. El preciso pensar el país.
No soy epidemiólogo, acato todas las indicaciones que los expertos me señalan. No pretendo, ni mucho menos, informar o desinformar a nadie. Lo mío es más bien una invitación moral a concebirnos como país, a unirnos en esta circunstancia a partir del uso de nuestras capacidades. Y en eso se reclama la generosidad que no advierto en una misiva que insiste como tema principal y único en la suspensión de clases presenciales.
La misiva se apoya en evidencias científicas acerca de los modos de control de contagio. El concepto de ciencia que se maneja es, no obstante, estrecho. No hay referencia alguna en el documento al contexto nacional, a las características del sistema asistencial público, ni a la naturaleza de la génesis y propagación del virus en nuestro suelo, verificado en los sectores más acomodados de la sociedad.
Es un concepto de ciencia algo peligroso y que amerita una discusión aparte.
Uno se pregunta de qué modo las universidades debieran hacerse presente ante circunstancias como estas. Está claro que los hospitales clínicos y las redes privadas de salud de las que disponen podrían disponerse para el uso del sistema público. La dotación de espacio para la realización presencial de exámenes para pacientes que lo requieran es un problema, salvo que se piense que los SAMU y demás recintos asistenciales lo puedan hacer en condiciones exentas del riesgo de contagio.
Las universidades chilenas cuentan con excelentes profesionales y técnicos en todas las áreas en las que se requiere un esfuerzo mancomunado para enfrentar una crisis sanitaria y lo menos que se podría pedir es que se dispusieran para ello. Asimismo, los planteles a que pertenecen estos académicos y académicas cuentan con valiosas plataformas de Internet que, para sistemas virtuales de consulta, orientación, diagnóstico precoz y derivación resultan esenciales.
Nada de ello hay en la citada carta. La pandemia, en este sentido, pareciera matar la compasión, como sugiere un columnista del New York Times.
Y, junto con ello, distancia a las personas. Italianas e italianos han salido a sus ventanas a cantar para recuperar aquello de lo que el virus les priva, algo así como cuando desde octubre se cantó El Derecho de Vivir en Paz.
“Bien sé que el hombre es capaz de acciones grandes, pero si no es capaz de un gran sentimiento no me interesa”, dice Albert Camus.
A la carta en cuestión falta la ternura, la empatía y el amor por el otro. Hay mucho de autocuidado pero poco de cuidado por el semejante. Tal vez por eso no la suscribo.
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