En el marco de la discusión parlamentaria del Proyecto de Ley de Garantías de los Derechos de la Niñez, hemos sido espectadores de un desembarco comunicacional y político, que nos habla de los debates pendientes que tenemos como sociedad en materia de niñez y de alguna manera viene a develar una de las razones por la cual nos ha sido imposible como país responder al desafío que nos impuso la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CIDN) hace casi 30 años atrás.
Mientras en el congreso el proyecto de ley es seguido por grupos de extrema derecha que atacan el principio de autonomía progresiva - que representa una posible lectura de la CIDN que permite distinguir entre niños y adolescentes en términos del grado de autonomía en el ejercicio de sus derechosb- en algunas comunas, los alcaldes llevan a cabo una consulta a los adultos respecto del límite a la libre circulación de las personas menores de 18 años.
En ambos casos se defiende la idea de que niñas y niños no poseen derechos, mucho menos alguna autonomía en su ejercicio, sino que más bien son una suerte de propiedad de los padres y en sus relaciones sociales siempre deben mediar los adultos.
Las razones por las cuales una parte de nuestra sociedad se resiste a que el Estado dote de derechos a la niñez convirtiendo, a niñas y niños en sujetos sociales por derecho propio, es la misma por la que se le pide al mismo Estado que los controle al punto de vulnerar sus derechos. Lo que se pone en cuestión aquí es la idea de que los niños podrían tener una relación directa con sus propios derechos, que pudieran, más allá de sus padres y el mundo adulto que los rodea, tener un valor para nuestra sociedad.
En el escenario del aula segura, el toque de queda, las brigadas de adultos, la opinión pública debate el lugar de la parentalidad en el Chile actual, el miedo de los padres y de la sociedad frente al descontrol de las niñas y niños menores de 18 años, pero nada dice (y nada pregunta) sobre la propia niñez.
De acuerdo con un informe recientemente revelado de la PDI que investigó 240 hogares de menores en 2017, el Estado de Chile vulnera sistemáticamente los derechos de la niñez contenidos en los tratados internacionales suscritos por nuestro país.
El resultado es alarmante, 2.017 abusos, cerca del 15% de ellos de carácter sexual.
Si bien es cierto, se sabe que los niños y niñas del Sename son solo una clase de niñez (los menores) ellas y ellos están sometidos también a un estado que controla y reprime, pero en este particular caso de la niñez pobre, podríamos decir que ni siquiera se consideró necesario una consulta comunal para decidir que ellos fueran objeto de políticas públicas que restringen su libertad de movimiento y muchos otros derechos.
El Estado decidió actuar con la brutalidad que ha quedado demostrada con cada nuevo informe, tanto de comisiones gubernamentales nacionales como de organismos internacionales.
¿Qué responsabilidad les cabe a los gobiernos sobre esta vulneración permanente y sistemática? Varios proyectos de ley que habrían permitido dar un marco legislativo nacional para aclarar el estatuto socio jurídico de la niñez, estableciendo sus derechos y los mecanismos para que éstos se hagan efectivos, han ido a morir al parlamento.
La responsabilidad política del desamparo de la niñez y la violencia del Estado sobre niñas y niños no es sólo del actual gobierno, son 30 años de omisión sistemática e incapacidad de los gobiernos de dotarnos de una legislación moderna en materia de niñez.
El pacto social de la modernidad no ha alcanzado a las personas menores de 18 años, no pueden exigir sus derechos aún cuando estén siendo vulnerados por el propio estado. Esto es grave. Todas las nuevas leyes promulgadas con discursos victoriosos de lado y lado no podrán transformar de manera decisiva la condición de desprotección de los niños y niñas si no se aprueba una ley que establezca sus derechos y permita garantizarlos. Es un mínimo esperable.
Si uno piensa en el siglo XX, también llamado “el siglo del niño”, se puede observar como las luchas y movimientos sociales estuvieron dirigidos a expandir el pacto social y promover la igualdad en dignidad y derechos para todas las personas. Parte del proyecto de la modernidad pasa por el reconocimiento de los seres humanos como personas libres e iguales.
En el último cuarto del siglo pasado, el desafío de incorporación de los niños y las niñas a ese gran espacio común tuvo un lugar privilegiado en esas luchas. Fue una gran ganancia para el mundo moderno y para los países que vieron en la incorporación de los niños como sujetos, la posibilidad de expandir la democracia. Lamentablemente en Chile esta batalla dura ya 30 años y, de acuerdo con lo que hemos observado estos últimos días, está lejos de ser ganada.
Un último pensamiento me viene a la cabeza a propósito de la modernidad. Arthur Rimbaud, poeta francés, dijo alguna vez, “hay que ser absolutamente modernos”. Si este joven que produjo la mayor parte de su obra entre los 15 y los 19 años, hubiera nacido en Chile, con ese deseo imperioso de conocer el mundo, de rebelarse contra lo establecido y con la vitalidad de su obra, seguro habría terminado conminado por una brigada de adultos a encerrarse en su casa o habría sido maniatado por guardias de seguridad o quizás, habría ingresado al Sename y quien sabe, podría haber sido maltratado, abusado o terminado muerto en algún centro cerrado sin que el mundo llegará a saber de él.
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