La escena se repite: un niño o una adolescente con el rostro iluminado por la pantalla, pulgar en automático, scroll infinito. No hay "capítulos" ni final; solo una cadena de estímulos breves, diseñada para que el siguiente llegue antes de que aparezca el silencio. Lo llamamos ocio, pero a veces se parece más a un sistema de extracción: tiempo, atención y calma.
El debate se reactivó por una frase viral. En un podcast, Elon Musk fue consultado por un invento que nos habría hecho "peores" como sociedad y apuntó al video de formato corto, sugiriendo que estaría deteriorando el cerebro. La expresión puede sonar exagerada, pero opera como síntoma: incluso figuras emblemáticas de la cultura tecnológica comienzan a admitir que el diseño dominante de las plataformas está rompiendo un equilibrio básico.
El video corto no triunfa solo por "ser divertido". Triunfa porque se sostiene en una arquitectura de conducta: reproducción automática, recompensa inmediata, recomendación algorítmica y fricción cero. En otras palabras, la plataforma está diseñada para que seguir consumiendo sea lo más fácil y automático posible, sin pausas ni "costos" -tiempo, esfuerzo o decisión consciente- que obliguen a detenerse o elegir. No hace falta buscar ni cerrar: basta con deslizar el dedo. El problema, entonces, no son los videos breves, sino la máquina que los encadena: un sistema optimizado para que el silencio no llegue nunca; sin final, sin respiro. Y si la atención ya es un recurso limitado en adultos, en niños y adolescentes -que están formando autorregulación, hábitos de pensamiento, identidad y vínculos- el terreno es aún más vulnerable. Por eso el riesgo va más allá del rendimiento escolar o la concentración: involucra procesos clave del desarrollo cognitivo y socioemocional.
La evidencia empieza a separar "pantallas" de "redes". Un estudio longitudinal del Instituto Karolinska (Suecia), con más de 8.000 niños seguidos desde los 10 hasta los 14 años, observó que el aumento del uso de redes sociales se asocia con un incremento gradual de síntomas de inatención. En el mismo seguimiento, videojuegos o ver TV/videos no mostraron la misma asociación. No es pánico moral; es una señal: ciertas dinámicas propias de las redes -notificaciones, comparación social, recompensas variables y mensajería constante- pueden afectar de manera distinta.
Aquí encaja la reflexión de Byung-Chul Han en su libro "Sobre Dios: pensar con Simone Weil" (2025), donde sostiene que la crisis contemporánea no es solo de información, sino de atención: una forma de relación con el mundo. Sin atención sostenida, se debilita la contemplación, la escucha y la vida interior. Dicho simple: cuando el scroll gobierna, el silencio se vuelve intolerable; y si el silencio se vuelve intolerable, el sentido se empobrece. En menores, ese empobrecimiento puede ser decisivo.
Por eso varios países pasaron del consejo a la ley. Australia aprobó una norma que fija 16 años como edad mínima para cuentas en ciertas redes, sin excepción por consentimiento parental, y con multas si las plataformas no adoptan medidas razonables. En Europa, la Ley de Servicios Digitales empuja otra vía complementaria: guías para proteger a menores y presión política para frenar prácticas como el "diseño adictivo". En Chile, el debate ya es política pública. Se aprobó restringir el uso de celulares en la sala de clases, con implementación desde 2026, y avanzan propuestas para fijar edad mínima y fortalecer control parental en redes sociales. El desafío es completar el triángulo: escuela y edad importan, pero también la responsabilidad sobre el diseño que captura la atención. Regular no es demonizar la tecnología; es fijar estándares de cuidado, transparencia y límites razonables, especialmente cuando el público objetivo son menores de edad.
Finalmente, lo más interesante de este debate no es que Musk critique el video corto. Es que, al hacerlo, deja ver una verdad que preferíamos ignorar: la tecnología no es neutral cuando está diseñada para capturar. Byung-Chul Han lo formula desde otro lugar: la saturación digital no solo distrae; vacía la interioridad. Y si eso es cierto, entonces regular redes para proteger a menores no es solo una medida sanitaria o educativa; es una defensa cultural: la defensa del derecho a formar una mente capaz de detenerse, escuchar, leer, contemplar... y encontrar sentido. Porque una sociedad que no puede sostener la atención termina renunciando a lo más humano: la posibilidad de pensar antes de reaccionar. Y eso -más que cualquier aplicación- debería alarmarnos.
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