¡Se aprende a convivir como se aprende a sumar!

Tiene 12 años, la mayor parte muy felices en un séptimo básico. Sin embargo, hace tres meses, comenzaron a aparecer sus cuadernos rayados o perdidos, con las notas a la baja -sin razón aparente- le borraron su habitual sonrisa. En el patio lo empujaban, le gritaban "Guatón" frente a todos, le escondían los útiles. La profesora jefa lo notó, habló con la orientadora, pero no hubo mucho más que una citación con el equipo de convivencia. Sus padres, angustiados, decidieron denunciar. De allí sólo pasó a formar parte de una estadística que crece sin pausa en Chile: las denuncias por conflictos de convivencia escolar.

Este primer semestre de 2025, la Superintendencia de Educación recibió 8.678 denuncias. De ese total, el 70,8 % correspondió a problemas de convivencia escolar y parvularia. Es decir, más de 6.000 casos en apenas seis meses: maltrato entre estudiantes, discriminación, hostigamiento, exclusión, violencia sexual, abusos. No todas las agresiones llegan a denuncias, miles de niños siguen invisibles hasta que el dolor es tan grande que ya no se puede callar. Sin embargo, la cifra que más escaló -durante este primer trimestre- fue la de maltrato a adultos, con un inquietante aumento del 121 %.

Parece ser que la arquitectura emocional de nuestras comunidades escolares está fallando. ¿Por qué crecen las denuncias? ¿Es que hay más violencia, o solo ahora se hace más visible? ¿Es un avance que las familias denuncien o una señal de desconfianza a la capacidad de respuesta y contención de los colegios? Las comunidades escolares hoy conocen mejor sus derechos y los canales para ejercerlos. Eso es positivo. Pero, al mismo tiempo, hay establecimientos que han perdido la capacidad de resolver los conflictos en su interior.

Se denuncia porque se desconfía. Se acude al Estado porque la escuela dejó de ser un espacio seguro para gestionar los conflictos. Adicionalmente lo que sucede en los colegios es efecto, más que causa, de lo que ocurre en los entornos significativos de los niños: en la comunidad y -principalmente- en su familia. Son estos entornos los que han sido gravemente erosionados, los lugares de protección y contexto normativo que requieren para insertarse en la sociedad.

Esto conlleva el debilitamiento emocional de niños que, tras años de pandemia, aislamiento y desregulación afectiva, vuelven a convivir sin haber recuperado la capacidad de empatizar, contenerse o negociar. Los profesores también sienten una exigencia cada vez mayor, con escasos recursos, sin formación relevante en gestión emocional, con una sobrecarga en el cumplimiento curricular académico, van optando por tener planes reactivos, apagar incendios en lugar de prevenirlos. En algunos casos, aún con exigencia legal, no existen protocolos claros o actualizados para actuar frente a la violencia.

Si queremos frenar esta tendencia es hora de instalar de forma definitiva la educación emocional en el corazón del proyecto educativo, en las salas de clases, recreos, en toda la comunidad. Necesitamos formar a nuestros niños en la empatía tanto como en las matemáticas. Se aprende a socializar con otros como se aprende a sumar. En nuestro país existen ejemplos relevantes de programas con sólida evidencia internacional como el programa ICPS (Intercognitive Problem Solving), metodología desarrollada para enseñar a los niños habilidades de pensamiento y solución de problemas interpersonales, asimismo el programa Fortalezas del Carácter, de Fundación Astoreca, promueve el desarrollo a través de la relación con los demás, con uno mismo y con el entorno. Este tipo de iniciativas deben incorporarse al currículo educativo desde los niveles de párvulos para potenciar la flexibilidad cerebral e impactar el aprendizaje, pero sobre todo para robustecer la empatía y mejorar la convivencia, y de esa forma lograr que cada niño no tenga miedo de volver al día siguiente a su colegio.

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