El asesinato en frente de las cámaras de Heather Hayer fue triple. Primero, un supremacista blanco cuya foto de prisionero pareció diluirse en dos ojos taciturnos y tristes, la arrolló junto a 19 almas en la callecita Cuarta de un pueblito simple pero intelectual de Virginia, Charlottesville. La callecita es empinada, y amplificó la fuerza del monstruo James Fields, cuando embistió a un grupo de manifestantes pacíficos con su Dodge musculoso. El silencio era eterno cuando caminé lentamente junto a decenas de personas que se quedaban como en transe doloroso ante la enorme cantidad de flores y mensajes de cariño en honor al alma de Heather, 32 años, técnica en abogacía, activa en el tema de los derechos civiles.
El segundo asesinato llegó el mismo sábado 12 de agosto, cuando el presidente Donald Trump intentó un mensaje anodino, ambiguo, a medias justificando la violencia racial que trajeron cientos de supremacistas blancos a este pueblito universitario, la única mancha progresista en el ex Estado esclavista de Virginia, que decidió encender los demonios de los afiebrados nazis de la zona y pretender eliminar la escultura en honor al derrotado general Lee, cuyo fracaso militar liberó a millones de negros que se pudrían en esclavitud.
El tercer asesinato llegó el martes 15 de agosto. Repudiando sus propias palabras de benevolencia forzada hechas el lunes 14, donde condenaba al Klu Klux Klan, a los supremacistas blancos y nazistas, pasó Donald Trump a expresar sus verdaderos sentimientos: defendió a la extrema derecha, la famosa “alt-right”, criminalizó a las 20 víctimas de la violencia racial prácticamente acusándolos de provocar sus propias heridas, y defendió la figura de bronce del viejo Lee, invitando indirectamente a derribar las esculturas a George Washington (¿como sería la escena de miles de picotas echando abajo el obelisco gigante en honor al padre de este país, ahí en el corazón de la capital de EEUU?) y las imágenes de Jefferson pues “ellos también eran esclavistas”.
Lo que es cierto, pero bajo el absurdo “trumpiano”, el mandatario-empresario conectó a dos épocas disimiles en una cachetada ignorante de la historia, como es su costumbre. No le bastó, en ese sentido, a Trump con validar la esclavitud y la violencia racial de la supremacía blanca. En su alocución rabiosa de ese martes 15, donde ofendió a los periodistas y mostró su ira contra los estudiantes atacados en las calles de Charlottesville, no dijo ni una palabra de condena contra los gritos antisemitas de quienes blandieron antorchas en la Universidad de Virginia. Esas antorchas son el símbolo horrible de los años 50 cuando en la cúspide del movimiento de apoyo a los derechos civiles, hordas de blancos fanáticos corrían por las calles del sur estadounidense quemando casas e iglesias, con sus feligreses adentro, de la comunidad afroestadounidense.
Todos los sectores, incluido su propio Partido Republicano y los empresarios de las mega-compañías más importantes de EEUU, expresaron su impacto por las palabras de un hombre de negocios que, con esta aventura en la política y a una velocidad febril de escándalo tras escándalo, está creando su propia sepultura simbólica en la historia de este país.
Ningún presidente en su sano juicio llenaría de odio declaraciones que se refirieran a la muerte de una mujer inocente ante un desalmado que cobardemente arrojó el metal de su auto contra una muchedumbre anónima. Hay acuerdo mayoritario en EEUU en cuanto a que Trump ha provocado un quiebre moral profundo en su presidencia, y a nivel personal, que nunca será olvidado.
Trump ha continuado golpeando durísimo el recuerdo de Heather Heyer. Con su discurso afiebrado de esta semana en Arizona, nuevamente rodeó su asesinato con decenas de minutos irascibles contra la prensa, en mensajes populistas dirigidos exclusivamente a sus apoyadores, en largas diatribas intentando explicar caóticamente y con altanería qué dijo, cómo lo dijo, qué quiso realmente decir.
Apenas nombró a Heather Heyer una vez en Arizona, y no para homenajearla directamente, sino que para atacar a los críticos que han señalado justamente su falta de deferencia hacia su figura en la mayoría de sus declaraciones de prensa y de Twitter. No la arrulló bajo el manto presidencial, como incluso el más conservador de la historia de los presidentes de Estados Unidos hubiera hecho. La madre de Heather ha respondido con altura moral, dolida por la forma en que se ha comportado Trump, y aclaró que no responderá las llamadas del mandatario.
Porque Trump no vino al funeral (después de todo lo protagonizado por su labia, la verdad ya se hizo imposible su presencia), no quiso ver cara a cara los ojos dulces de Heather que miran alegres en este momento frente a mí en la calle 4 del pueblito de Charlottesville, con una frescura amable que invita a decirle ¿cómo estás Heather? ¿Cómo te sientes?
Sus fotos a plena sonrisa, que se reparten en el suelo, rodeadas de flores, sobre el mismo pavimento que vio el horror hace solo unos días, cuando el demonio blanco que obnubiló la mente de Jason Fields decidió en un espasmo de locura y de odio racial magullar a su auto musculoso, su símbolo de macho de gran caballada de fuerza, y lanzarlo en picada criminal contra quienes consideraba sus enemigos sin alma, sin cuerpo, sin historia, sin sangre ni corazón latiendo. Que crujan los cuerpos, los brazos y piernas, de negros, blancos, mujeres y hombres, da lo mismo.
Con la forma deleznable e inmoral con que se ha comportado Donald Trump en estos días febriles, el presidente de Estados Unidos, el comandante en jefe del ejército más poderoso del mundo, parece empequeñecido, sentado en el asiento del pasajero del joven Jason, aprobándolo con su silencio y una media sonrisa, mientras el neo-nazi, huérfano de Hitler y sus ideas fratricidas, aprieta los dientes y presiona a fondo el acelerador de la muerte.
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