El triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil ha despertado reflexiones fundamentales. La izquierda ataca simplemente los resultados, pero no se visualiza en ella ningún análisis que permita dirimir cordura política en sus alocuciones.
Si se calmara el discurso podríamos ver que uno de los factores comunes de varios de los gobiernos de izquierda en América Latina es la corrupción, junto con ello su populismo y neo-corporativismo.
En el caso de Brasil, no sólo la corrupción explica lo que pasó, sino que toda la amplia crisis que sufre ese país que da cuenta de una crisis de identidad y de discurso nacional.
Esta crisis comprende el aumento de la pobreza, de la mortalidad infantil, de la falta de cobertura de los planes de vacunación, la vuelta agresiva de la malaria y de la fiebre amarilla, la creciente deforestación y el número estancado de desempleados sin mayor esperanza de conseguir un empleo. Junto con ello, la izquierda despertó una lucha por minorías, sacrificando realidades nacionales mucho más importantes, lo que la hizo aparecer como un sector cuya visión y discurso son particularistas.
En cambio, la oposición a la izquierda se presenta con un discurso universalista que mitiga el malestar de una crisis de identidad. Bueno, este es el contexto que la izquierda no quiere ver, ni podrá ver.
Algunos dicen que Bolsonaro ocultó el debate, la discusión de ideas y la creación de proyectos para Brasil, pero tiendo a pensar que dicho candidato tendió a entregar un discurso universalista, cuyo sustrato religioso y moral creó una sensación de certezas, guía, seguridad y autoridad para la gente.
Nuevamente, un elemento que mitiga la crisis de identidad. Junto con ello, el discurso, apasionadamente sincero de Bolsonaro al igual que el de la izquierda que lo combate, da cuenta de un discurso que impacta por su crudeza, dando la sensación que esconde la ética suplantándola por la estética, pero a mi juicio es profundamente ético, aunque directamente cruel.
Cruel por su forma e imagen, pero esencialmente rupturista con lo viejo. Es ahí su carisma y su plus político y electoral avasallante. Eso es precisamente el acto de creación de una sensación y percepción pública de corrección de rumbo y de certidumbre.
Una crítica al discurso de Bolsonaro es que la democracia es una fiesta de las diferencias y que él encarnaría un sistema en donde no caben dichas diferencias.
Dicha crítica sólo dilucida en mi opinión el mensaje que entregó la izquierda durante todos los tiempos que gobernaron a través de su crítica a la religiosidad, a las tradiciones y a las creencias de la gente, haciendo creer que todo aquello que no cabía en sus esquemas mentales estaba fuera o no era cuerdo. La izquierda simplemente quedó atrapada en su propia red.
En otras palabras, la izquierda sembró y promovió una profunda intolerancia de pintar una realidad, desde su propia subjetividad, en blanco y negro que hizo que la bronca popular la sacara de raíz.
Esto es radicalmente importante, la siembra del odio, como lo acostumbra la izquierda, puede derivar en la cosecha del odio o bien en la bronca popular. Gracias a Dios ocurre lo último hasta el momento.
Profundizando aún más, la intolerancia y el odio que siembran la izquierda es producto de cuyo mensaje sólo se siente inspirado por un espíritu totalitario, cuya derrota es la derrota de la opresión de la subjetividad de la izquierda.
Entonces, algunos podrán tratar a Bolsonaro de un “dementor” que roba la alegría de la gente, pero lamentablemente es conjuro “spectro patronum” que espanta “dementores”.
Si Bolsonaro será bueno o malo para Brasil, no lo sabemos, lo que sí sabemos es que trajo la alegría para muchos brasileros y latinoamericanos. ¿Por qué será? ¿Será la izquierda capaz de responder esto? No sé.
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