Diplomacia con impacto social

Los desafíos generados por la pandemia no se han limitado a temas de medicina, investigación científica o salud mental. También han abarcado ámbitos como logística, procesos digitales, productividad, alimentación, seguridad e incluso diplomacia. En efecto, porque la diplomacia ha sido sometida a nuevas exigencias, que se pueden enmarcar en una pregunta muy simple: ¿Cuáles deben ser los ámbitos de acción y métodos de trabajo de la diplomacia en el nuevo escenario mundial?

Y para responder a esa pregunta hay que entender que la vorágine del Covid-19 puso a la diplomacia en una situación inédita, pues tuvo que hacerse cargo de las complejidades de desplazamiento entre países, de la demanda por respiradores y del aprovisionamiento de vacunas, temas, por cierto, donde no siempre primó el altruismo internacional.

Ese fue el panorama de la alta diplomacia, la que se desarrolla desde las cancillerías y los organismos internacionales, con miras a promover la paz y el desarrollo. Pero, ¿qué pasó con la diplomacia en terreno, es decir, aquella que ejercen embajadores, cónsules, ministros consejeros, agregados y en general todos los funcionarios de las embajadas?

Pues bien, algunos aprovecharon esta oportunidad para reinventarse, explorando nuevos formatos para enfrentar los objetivos centrales de la labor diplomática. Y así surgió lo que la embajada de Israel en Chile ha denominado como diplomacia con impacto social, un concepto que permite ilustrar de mejor forma la migración que se produjo hacia el beneficiario final de las acciones sanitarias, humanitarias y sociales que se desplegaron en pandemia.

De esta forma, resolver un problema específico se convirtió en una meta que no podía esperar el desarrollo de los procesos tradicionales de la alta diplomacia, como la firma de acuerdos, las delegaciones prospectivas o las comisiones binacionales. Había que actuar, y con sentido de urgencia.

Entendimos, entonces, que la alta diplomacia por mucho que esté conectada con la contingencia y que tenga como objetivo abordar las necesidades ciudadanas, puede y debe ser complementada con acciones focalizadas en lugares y momentos específicos. Es que estas acciones de diplomacia con impacto social cumplen la doble finalidad de solucionar un problema puntual y a la vez motivar y mejorar los estados de ánimo en las comunidades y los territorios, generando un círculo virtuoso.

Y, probablemente, este no fue únicamente un aprendizaje personal. Muchas personas, desde sus propias posiciones y actividades, tuvieron que reinventarse para satisfacer los nuevos requerimientos que la sociedad nos exige y que la pandemia nos impuso. Entendiendo que la diplomacia moderna debe promover la paz y el bienestar, y además ser congruente con los principios de las sociedades que representan, la pandemia nos abrió una nueva ventana.

Y así, los diplomáticos mantuvimos nuestro foco en fortalecer las relaciones bilaterales tradicionales -políticas, económicas, culturales y académicas-, y a la vez nos volcamos a marcar una diferencia y generar impactos positivos de forma inmediata, en un mundo nuevo, con nuevas realidades, necesidades y estándares. Y aunque la pandemia pareciera ir en retroceso, lo que no se detendrá es este enfoque de impacto social, que debe trascender las crisis e instalarse en nuestro código de buenas prácticas.

Para lograr estos objetivos, durante los últimos dos años y medio, tuvimos el decidido apoyo de nuestra Agencia de Cooperación Internacional en el Ministerio de Relaciones Exteriores en Jerusalén, que tuvo la capacidad y la voluntad de flexibilizar su mirada y pensar en grande. Y así, en el caso de Chile, además de nuestra agenda tradicional, que contempló la cooperación binacional en temas Covid, al acuerdo satelital con la Fuerza Aérea, la participación en la Mesa Hídrica Interministerial, la activación de una red de diplomacia de género, los acuerdos de cooperación entre universidades, y mucho más, también tuvimos un despliegue ciudadano y territorial, que nos permitió complementar nuestros objetivos diplomáticos y de paso ser protagonistas de vivencias únicas que nos marcaron.

Hablamos de historias como la de Liliana Garrido, una activista con discapacidad motora de la comuna de Peñalolén, que lideró la puesta en marcha del primero de 30 huertos comunitarios con tecnología de riego israelí, destinados a apoyar la economía de los barrios y la conciencia social y ambiental.

O el caso de Catherine Figueroa Nur, estudiante de Derecho de la Universidad de Chile, quien recibió de la embajada uno de los 6 dispositivos OrCam de asistencia visual, que permite escuchar lo que no se puede ver o leer, ayudándola a terminar su carrera e insertarse laboralmente con mayor facilidad.

También hay que recordar a las pobladoras del Campamento Israel, en los cerros de Antofagasta, hasta donde llegamos para ayudar en la construcción de la sede social y tiempo más tarde volvimos a decir presentes, para colaborar con materiales para reconstruir las viviendas dañadas en un lamentable incendio, tal cual lo hicimos con cientos de donaciones de alimentos, artículos de higiene e implementación para ollas comunes, centros comunitarios, juntas de vecinos, etc.

Y nuestra última locura: dejamos de lado los clásicos seminarios, charlas e intercambio de alumnos, para armar una delegación humanitaria conjunta con la Universidad de Chile para ayudar a los refugiados ucranianos en la frontera con Polonia, donde los profesionales chilenos se unieron al operativo en terreno de los equipos israelíes de la Organización Médica Hadassah.

En definitiva, estas y otras experiencias dieron respuesta a nuestras dudas, y consolidaron el convencimiento de que las circunstancias históricas deben enfrentarse enarbolando con entusiasmo las banderas de la diplomacia con impacto social.

Al cabo de este período de tres años, en esta mi última columna como embajadora de Israel en Chile, quiero reivindicar con fuerza la centralidad de las personas y la sociedad civil, invitando a focalizarnos en ellas y ellos al momento de profundizar la cooperación con los actores tradicionales del quehacer político y diplomático.

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