El informe Pillay: cuando la justicia internacional se convierte en propaganda

El 16 de septiembre de 2025, la llamada Comisión Pillay presentó al Consejo de Derechos Humanos de la ONU un informe de 72 páginas que acusa a Israel de genocidio en Gaza. La gravedad de la acusación no puede exagerarse: el genocidio es considerado el "crimen de los crímenes", el más atroz del derecho internacional, y evoca las sombras del Holocausto, Ruanda y Srebrenica. Precisamente por esa magnitud, el derecho internacional establece un umbral probatorio altísimo: se debe demostrar dolus specialis, es decir, la intención específica de exterminar a un grupo protegido como tal.

El informe, sin embargo, fracasa en ese requisito esencial. En lugar de pruebas inequívocas, se construye a partir de citas selectivas, conjeturas y lecturas torcidas de declaraciones de líderes israelíes. Para la comisión, el número de víctimas civiles y la destrucción urbana se convierten en prueba automática de genocidio. Esto no solo es jurídicamente insostenible, sino que trivializa un concepto que debería usarse con extrema cautela.

Lo más sorprendente es lo que el documento omite. En sus 72 páginas, Hamás prácticamente desaparece como actor. No se menciona que las Fuerzas de Defensa de Israel combaten contra una organización terrorista con unos 30.000 combatientes, con una vasta red de 500 kilómetros de túneles, arsenales escondidos en escuelas, hospitales y mezquitas, y una estrategia confesada de usar a su propia población como escudos humanos. Tampoco se reconoce la toma de rehenes israelíes, muchos de los cuales han sido asesinados o sometidos a abusos. El resultado es un relato en el que Israel aparece como único responsable de todo sufrimiento en Gaza, y Hamás queda borrado de la ecuación.

Este silenciamiento no es accidental: es metodológico. El informe se apoya en datos de mortalidad provistos por Hamás, organización designada como terrorista por Estados Unidos y la Unión Europea, mientras ignora las cifras de combatientes eliminados que provee Israel. También cita de manera acrítica informes de medios de comunicación que no verifican sus fuentes. El sesgo es tan profundo que la narrativa resultante se vuelve indistinguible de un panfleto político revestido de terminología jurídica.

Las consecuencias de este proceder son graves. En primer lugar, socava la credibilidad del sistema de Naciones Unidas. Si un organismo de investigación de la ONU produce documentos que parecen escritos para servir a la propaganda de un grupo terrorista, ¿cómo puede el derecho internacional aspirar a autoridad moral? En segundo lugar, debilita el propio concepto de genocidio. Si el término se aplica a las consecuencias trágicas, pero inevitables, de la guerra urbana -efectos colaterales, desplazamientos, traumas psicológicos- se corre el riesgo de vaciarlo de contenido. Entonces, ¿qué diferencia habría entre Ruanda en 1994 y una operación militar contra un grupo armado atrincherado en zonas civiles?

Por supuesto, nadie niega el sufrimiento de los civiles en Gaza. Las muertes, el hambre y la devastación son reales y trágicas. Pero presentarlas como evidencia automática de una política de exterminio deliberado es deshonesto. La comisión elude lo obvio: que ese sufrimiento podría disminuir drásticamente si Hamás liberara a los rehenes y dejara de incrustar su infraestructura militar en medio de su población. Atribuir todo el dolor exclusivamente a Israel, mientras se exculpa por omisión al actor que inició y perpetúa el conflicto, es un acto de manipulación.

En lugar de acercarnos a la justicia, el informe nos aleja. Instrumentaliza el derecho internacional como un arma política, erosiona la legitimidad del Consejo de Derechos Humanos y, lo que es peor, deshonra la memoria de las víctimas reales de genocidio. Convertir el genocidio en un eslogan vacío puede ser útil para titulares o para campañas de odio, pero destruye la posibilidad de que la justicia internacional sea tomada en serio.

La comunidad internacional merece investigaciones rigurosas, imparciales y fundamentadas. El informe Pillay es todo lo contrario: un texto fatalmente sesgado que convierte la propaganda en derecho. Y cuando la propaganda se disfraza de justicia, las víctimas -en Gaza, en Israel y en el mundo- son las que más pierden.

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