Tengo una relación cercana con el mundo judío. He estado en Israel en tres ocasiones: la primera acompañando al Presidente Sebastián Piñera, poco después de que Chile reconociera al Estado palestino, cuando se reunió con Mahmud Abbas en la Mukata; y luego invitada por la comunidad judía. La última vez fue en mayo de 2018, cuando participé en un foro internacional del American Jewish Committee (AJC) en Jerusalén. Entre los oradores estuvo el entonces primer ministro Benjamin Netanyahu, quien en su intervención reafirmó que, en las condiciones de ese momento, un "Estado palestino (...) sería una plataforma para aniquilar a Israel". También deslizó que, ante un eventual ataque palestino, Israel respondería con toda su fuerza, sugiriendo que infligiría un alto costo militar si fuera necesario.
Aunque recibió aplausos, quedó clara también la incomodidad visible de varios asistentes. Conversé con algunos de ellos después: se apresuraron en aclarar que él no era "su" primer ministro, marcando distancia del gobierno y expresando su malestar. Para muchas personas en esa sala, la paz no puede construirse desde el miedo ni la negación del otro.
Es imprescindible decirlo con claridad: Netanyahu no representa a toda la comunidad judía. Él lidera un gobierno ultraderechista que hoy está cometiendo lo que muchos analistas y organismos internacionales califican como un genocidio en Gaza. Las imágenes de niños, mujeres y adultos visiblemente desnutridos tras meses de ataques y de hambruna, recuerdan vívidamente lo que el pueblo judío sufrió en los campos de concentración. Y duele profundamente el silencio del pueblo israelí, más aún cuando ellos fueron víctimas de un exterminio que el mundo juró no repetir.
Duele también el silencio de aquellos judíos que creen posible la coexistencia basada en la solución de dos Estados: un Israel soberano y un Estado palestino viable en los territorios hoy disputados. Duele el silencio de judíos que aún lloran a sus antepasados asesinados brutalmente, y que hoy deberían alzar la voz contra la deshumanización en Gaza.
Es fundamental subrayar: criticar al gobierno liderado por Netanyahu no equivale a antisemitismo. El verdadero antisemitismo -ese odio irracional contra los judíos como pueblo o religión- es siempre injustificable. Pero denunciar una política de ocupación, una matanza en Gaza o exigir justicia para un pueblo que sufre, no es antisemitismo: es humanismo. Reconocer a todos como sujetos plenos de dignidad y derechos es precisamente lo que rechaza la deshumanización. Esa deshumanización es la que hoy permite niveles extremos de crueldad y terror.
El terrorismo de Hamas y el asesinato y secuestro masivo de israelíes en octubre de 2023 fue brutal y ha sido condenado por el mundo sin matices. Pero no puede seguir siendo usado como excusa para justificar este castigo colectivo, el hambre y la muerte de miles de inocentes. La venganza no puede convertirse en política de Estado. El exterminio no puede ser una respuesta aceptable en el siglo XXI.
Esta semana, Francia anunció que reconocerá oficialmente al Estado palestino, siguiendo los pasos de más de 140 países que ya lo han hecho. Esta decisión, que se formalizará durante la Asamblea General de la ONU en septiembre, busca alinear la diplomacia francesa con las resoluciones históricas de Naciones Unidas, que han planteado desde hace décadas la coexistencia de dos Estados como único camino a la paz.
Chile, ya lo decíamos, también ha dado señales en esa dirección. Esa decisión fue celebrada no solo por la comunidad palestina en Chile -la más grande fuera del mundo árabe-, sino también por quienes entienden que la paz se construye con reconocimiento y justicia, no con negación y supremacía.
Al cerrar esta columna, quiero hablar desde lo más elemental: la humanidad. No podemos seguir normalizando el horror. No podemos tolerar que la identidad de un pueblo justifique la negación sistemática de los derechos de otro. Esta crisis exige que el mundo reconozca al otro como humano, como igual, y que deje de lado la indiferencia. Porque la humanidad no se mide por nuestras palabras, sino por las acciones que defendemos y por los silencios que permitimos.
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