Retomando la discusión sobre la necesidad de impulsar iniciativas populares de norma constitucional en Chile por la integración de América Latina y el Caribe, yante la falta de propuestas presentadas hasta hace unos días atrás(1), resulta muy positivo que se hayan ingresado algunas iniciativas nuevas en esa línea.
Una de ellas, presentada por El Ciudadano, Revista de Frente y Marco Enríquez-Ominami, denominada "Nuestramérica, iniciativa por la integración regional", apunta a una articulación estratégica en diversas materias, que faciliten el entendimiento entre las distintas naciones de la región.
La otra iniciativa, presentada por mí, llamada "Integración Latinoamericana", intenta visibilizar el racismo institucional de Chile en la Constitución de 1980, el cual negó cualquier posibilidad de pensarnos políticamente en la región.
De ahí la importancia de que en esta nueva Constitución se incluya como mínimo en su preámbulo, al igual que otros de la región (Colombia, Ecuador y Venezuela), que el Estado de Chile promoverá relaciones de integración de toda índole (política, económica, social, cultural, ambiental) con el resto del mundo, particularmente con los Estados de América Latina y el Caribe.
Las razones para impulsar una nueva Unión Latinoamericana y del Caribe, sostenida por las constituciones de los diferentes Estados son muchas (derechos humanos y de la naturaleza), y se pueden ver en ambas iniciativas, pero también debemos aprender de los errores de las experiencias pasadas en integración regional, las cuales muchas veces se quedaron en grandes discursos de ciertos gobernantes.
Como bien ha planteado el economista y ex presidente de la asamblea constituyente de Ecuador, Alberto Acosta, el fracaso de la integración regional no ha sido solamente, como cree aún buena parte de la izquierda latinoamericana, por causa de la OEA y el actuar imperial de Estados Unidos históricamente, sino también por la subordinación a modelos insostenibles ambientalmente y depredadores de la Madre Tierra.
Por lo mismo, el problema ha sido que muchas de esas iniciativas regionales, aunque se plantearon como antiimperialistas, siguieron presas de lógicas coloniales, patriarcales y capitalistas, como si el problema fuera solamente el injerencismo de un determinado país, y no parte de un proceso industrial e histórico de producción y de consumo ilimitado, en donde el despojo territorial ha sostenido un sistema de muerte que está poniendo en riesgo las condiciones mínimas de reproducción de la vida.
Por eso que muchos quienes apoyaron en su momento el proceso de integración latinoamericana, impulsado por presidentes como Luis Ignacio Lula da Silva, Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Rafael Correa, pasaron del Consenso de Washington al Consenso de Beijing o de los commodities, señalado en su momento por la socióloga argentina Maristella Svampa, como si la presencia de China como nuevo centro del sistema mundo capitalista fuera algo muy positivo para la región.
Es el caso por ejemplo del apoyo de la Unasur al proyecto IIRSA-COSIPLAN, el cual si bien ha buscado generar una infraestructura regional en transporte, emergencia y telecomunicaciones, ha terminado por ampliar los conflictos socioambientales en los distintos territorios y profundizar así la acumulación por desposesión.
Por eso que no basta solamente con hablar de integración regional, sino se plantea también una descolonización, despatriarcalización y desmercantilización de América Latina y el Caribe, dentro de este gran territorio de vida del Sur Global, en donde los pueblos indígenas, las mujeres y los sectores más empobrecidos son quienes más sufren las consecuencias del extractivismo y de la crisis climática actual.
Frente a esto, la demanda de recuperar los bienes comunes comunitarios se vuelve fundamental, como bien dice la antropóloga chilena Francisca Fernández Droguett, trascendiendo así lo humano y superando el relato antropocéntrico del progreso, abriéndonos a la posibilidad de vernos como parte de un entretejido entre distintos seres vivos.
Por ende, se hace cada vez más urgente el comenzar a hablar regionalmente de transiciones postextractivistas, como plantea el economista uruguayo Eduardo Gudynas, en donde ya no el desarrollo, sino los buenos vivires sean el horizonte por el cual nuestros países puedan aprender y colaborar unos de otros, y dejar de competir por quién vende más materias primas a los mercados globales.
Llevamos más de 200 años aplicando recetas creadas por y para grandes imperios y potencias, quizás sea el momento de retomar una integración regional distinta, y darle sentido a la idea zapatista de un mundo en donde quepan muchos mundos.
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