(A propósito del traslado de una Embajada)
Estados Unidos podría demorar varios años en trasladar su embajada a la ciudad sagrada de Jerusalén. El estándar constructivo de una sede diplomática de un país como el americano, en un enclave así de conflictivo, nos hace pensar que no es cosa de arrendar un inmueble y trasladar las personas con sus papeles. Pero poco importante es eso, no es el traslado de una sede diplomática lo que hace ruido, es probable que ni siquiera en el mandato del propio Trump sea cuando esta nueva sede diplomática hierosolimitana se inaugure.
Una vez más, como con casi todas las cosas importantes, el anuncio sugiere una realidad de hecho más bien simbólica que real.
Se trata de señales, declaraciones que anuncian o representan un modo de pensar, una manera de plantear una realidad, realidad que en esta caso divide al mundo entre israelitas y estadounidenses y el resto del mundo.
De nuevo el verbo, la palabra perdida o mal dicha; la razón humana contra la sinrazón; la aparición fantasmagórica de la ficción de los dioses, por los que el hombre ha invocado mil guerras y batallas; la inteligencia humana distanciada en conciencia de su origen biológico animal; el lenguaje, la materia simbólica decodificada: El anillo del Nibelungo, el Oro del Rin, el Santo Grial de los Templarios, la espada sagrada, el verbo de San Juan, el sol invictus.
Ya no importa la tierra, ni las viejas callejuelas de la ciudad empolvada, tampoco los recursos naturales objetivos, es tierra que significa poder, poder de dominación, el poder que tanto ha corrompido al hombre en su derrotero histórico desde la época de las 12 tribus de Israel, de la época de Nabucodonosor, de la época de Ramsés, de la época de las cruzadas, a los tiempos de Balfour, Rabín, Sharon, Arafat o Shimon Peres o de los acuerdos de Oslo.
Por cierto el conflicto árabe–israelí tiene un origen complejo y difuso. Se remonta a la explicación o interpretación de una serie de equívocos religiosos, históricos y geopolíticos, donde los grandes responsables son las potencias mundiales que antes y después pretendieron resolver los problemas emergentes de un pueblo o de varios pueblos desde la lógica parcial y cómoda de algún salón de palacio imperial, dibujada en las mesas cartográficas de los altos mandos de algún ejército colonial o desde la literatura fanática y fantasiosa de pensadores nacionalistas, antisemitas o sionistas.
Sería largo explicar los orígenes del conflicto para entender las consecuencias de un anuncio como el de Donald Trump planteando la voluntad de trasladar su sede diplomática de Tel Aviv a la Jerusalem histórica y mítica, a 15 leguas romanas camino al Jordán.
Si EEUU bloquea el Cúmplase de toda resolución emanada de Naciones Unidas en relación al conflicto, al menos debiera abstenerse de atizar el fuego del fanatismo de uno u otro lado, que no claudicará en renovar sus reivindicaciones extremas.
La solución para la construcción de una paz duradera, y acaso definitiva, pasa necesariamente por el rol que deben desempeñar las grandes potencias en establecer mecanismos de justicia para la coexistencia de dos Estados, con pleno reconocimiento internacional, con delimitaciones territoriales claras y justas, con apoyo económico equivalente y con la desmilitarización de las partes.
Pero la señal dada por Trump, como el matón de la cuadra, apunta precisamente en la dirección contraria. Amenaza la frágil estabilidad de la región, compite con el poder de la ONU, indigna al pueblo palestino, azuza a los grupos guerrilleros y provoca a las naciones como Irán, que desde la caída del Sha, ha sido un permanente el dolor de cabeza de los intereses estadounidenses en el Cercano Oriente.
De paso, EEUU hace un guiño a los movimientos ultra conservadores de Israel, impulsa la construcción de más muros entre las poblaciones árabes, promueve la ocupación y colonización de nuevos territorios, y la posibilidad cierta de un país palestino soberano, vuelve a desparecer entre bombas de mortero, refriegas limítrofes y atentados en zonas ocupadas.
Resultado final. Más atentados suicidas en los mercados de Israel, el surgimiento de pequeñas y no menos agresivas intifadas de barrio, más soldados muertos de aquí y allá, la justificación para que grupos terroristas de fanáticos políticos o religiosos pretendan imponer contra las “fuerzas imperialistas internacionales” hasta más allá de sus propias fronteras, la muerte y el terror.
La misma muerte y terror que tuvieron que sufrir cientos de miles de judíos en los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau, Sobibor o Treblinka o en los pogromos de la Rusia imperial.
Dejemos que el único muro de Israel y Palestina sea aquel que convoca a peregrinos de todo el mundo a conmemorar la construcción del Templo de Salomón o del Templo de Herodes el Grande o de la Mezquita de la Roca, cuyo domo dorado recuerda el ascenso a los cielos de Mahoma en su caballo Burak.
Dejemos por fin que el Muro de los Lamentos se transforme en el punto de unión entre los pueblos que, sin importar la religión que profese o el uniforme que lleve, permita el reencuentro de aquellos que comprenden que en estas tierras antiguas, antes que nadie, fueron hombres que sin importar su fe, atravesaron en búsqueda de animales para alimento y abrigo, amaestraron las primeras cabras y espigas de trigo, hornearon el primer pan, amasaron las primeras cerámicas para comenzar a construir las casas de adobe de la primera civilización.
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