La mañana del 9 de noviembre del año pasado, millones de personas,tanto en Estados Unidos como en otros países, se despertaron con un escenario que muchos, la noche anterior, antes de irse a dormir, habrían considerado casi imposible: la derrota de Hillary Clinton y el triunfo de Donald Trump.
La victoria del candidato republicano, quien logró sumar 270 votos del Colegio Electoral, dejó en evidencia la incapacidad de la mayoría de las encuestas para calibrar el verdadero pulso electoral de esta potencia mundial, inició una progresiva polarización del país y además ahondó el abismo surgido entre Trump y la mayoría de los medios de comunicación estadounidenses críticos con su campaña.
Es probable que la mayoría de los balances surjan cuando Trump cumpla un año en la Casa Blanca, en enero de 2018, pero a lo largo de estos meses resulta un hecho indesmentible que su gestión a la cabeza de Estados Unidos no ha dejado a nadie indiferente.
Es que las comparaciones con su predecesor, el demócrata Barack Obama, o incluso con el anterior presidente republicano, George W. Bush, resultan inevitables. Y frente a eso, no son pocos los que se preguntan si su estrategia para “volver a EE.UU. grande de nuevo,” tal como rezaba su eslogan de campaña, ha sido la más adecuada.
Trump es una figura de blancos y negros; se está con él o en su contra. Y el primer herido de gravedad producto de su victoria electoral fue, precisamente, el Partido Republicano. Sí, el GOP se aseguró regresar a la Casa Blanca hasta 2020, pero el precio ha sido alto. Porque el partido permanece dividido, a tal punto que figuras como Bush hijo o el ex gobernador Arnold Schwarzenegger han hecho ver sus críticas a la actual conducción del país.
Consecuente con su estilo personalista y agresivo, que tantos buenos resultados le dio en el pasado en el ámbito de los negocios, Trump ha hecho de su cuenta personal de Twitter - porque se niega a utilizar la oficial - un medio a través del cual no solo opina, sino que también utiliza para enunciar futuras decisiones ejecutivas o derechamente para descalificar a oponentes como la prensa.
En ese contexto, la llamada “trama rusa” hoy es su peor pesadilla, en la medida que la investigación en torno a los vínculos de su equipo de campaña con Rusia, supuestamente con el objetivo de influir en la elección y perjudicar a Clinton, está lejos de haber concluido. Así quedó demostrado luego que George Papadopoulos, el ex asesor de política exterior de Trump, admitiera haberle mentido al FBI; tal vez el primer gran hito en la investigación especial encabezada por Robert Mueller, ex director de esta agencia (2001-2013) y cuyo sucesor, James Comey, precisamente fue destituido por Trump al inicio de su mandato.
A todo lo anterior se suma su esfuerzo constante por derogar el “Obamacare” e impulsar vetos migratorios que frenen la llegada de ciudadanos de países en que el Islam es la religión predominante.
En términos de política exterior, el balance también ha sido controvertido. Sus reiteradas críticas a la OTAN, la decisión de retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre cambio climático y su salida de la Unesco, dan cuenta de su desconfianza hacia las instituciones internacionales y el cuestionamiento a los aliados históricos de su país.
Todas ellas, medidas que alimentan el temor a un creciente aislacionismo por parte de Washington. Una medida que si bien no ha sido explícita en términos de su discurso, sí lo ha sido en la práctica.
La iniciativa de construir un nuevo muro divisorio con México también se puede leer como una decisión aislacionista, a pesar de que la justificación ha sido el combate a la inmigración indocumentada y al tráfico de drogas y armas.
Con respecto a Siria, un bombardeo focalizado a modo de advertencia al gobierno de Bashar al Assad, tras un ataque con armas químicas contra la población, hizo pensar que EE.UU. daba un paso hacia un mayor involucramiento en la búsqueda de una solución a esta guerra civil iniciada en 2011. Pero no fue así, quedando solo como una anécdota.
Lo mismo ocurrió en Afganistán, donde Trump ordenó en abril lanzar su mayor bomba no nuclear (la GBU-43) en contra de supuestos miembros del Estado Islámico (EI) en este país.
Y si hablamos del EI, la mayor amenaza yihadista de los últimos diez años, lo cierto es que el rol de EE.UU. en la liberación de Mosul (Irak) y de Raqqa (Siria) estuvo lejos de ser protagónico, dejando en gran medida ambas operaciones en manos de fuerzas militares locales.
Tema aparte es la pugna casi personal entre Trump y el líder norcoreano Kim Jong-un, lo que ha hecho escalar la tensión nuclear en la península coreana. Un conflicto de “suma cero” en el que ni Washington ni Pyongyang parecen dispuestos a ceder o negociar.
Trump también ha tensionado la relación con Irán, país con el que EE.UU., Reino Unido, Francia, Rusia, China y Alemania sellaron un acuerdo que limita, pero acepta, su programa nuclear. Y que el mandatario estadounidense ha amenazado con dejar sin efecto.
EE.UU. ha jugado un rol clave en el sistema político internacional desde fines de la Segunda Guerra Mundial, pero con muchas de sus decisiones a lo largo de estos meses, Trump está retirándose de esa posición, dejando espacio libre a otros actores, como Rusia o China. Algo que no será fácil de recuperar.
¿Qué más se puede esperar de Trump en lo que resta de su mandato? Esa es, precisamente, la gran interrogante que enfrenta hoy el resto del mundo.
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