A propósito de la necesidad de juzgar efectivamente a los culpables de los delitos de lesa humanidad, José Samarago escribió alguna vez que “ni la muerte ni la vejez son una disculpa, un perdón, una esponja, una lejía, para lavar crímenes”.
En efecto, la Justicia es tal y como debe ser y no en la medida de lo posible, porque sólo esclareciendo toda la verdad y sancionando a los culpables puede afirmarse la posibilidad de que no vuelvan a repetirse los horrorosos crímenes cometidos por la dictadura de Pinochet. De esa tiranía apoyada en su tiempo por los sectores opuestos a los cambios que impulsaba el gobierno del Presidente Allende.
Sin embargo, esta imperiosa necesidad de justicia no parece ser todavía suficientemente comprendida por vastos sectores de nuestra sociedad. No sólo por los más jóvenes, que no vivieron aquella durísima época. Tampoco es asumido con la fuerza debida por aquellos sectores que vivieron en carne propia la represión, como son, por ejemplo, las organizaciones sindicales las que, con escasas excepciones, no han estado en esta larga lucha pese a que buena parte de las víctimas eran precisamente dirigentes sindicales.
Es más, el castigo a las violaciones a los derechos humanos en dictadura tampoco es bandera prioritaria del mundo político que – sin dar argumentos de fondo – pareciera presumir que por mágicas razones no volverá a repetirse aquella tragedia. Lo que equivale a no tener en cuenta que lo cierto es que siguen vigentes los mismos factores del poder real que generaron el quiebre democrático en Chile. Peor todavía, más de algún personaje “progresista” ha abogado ahora por la libertad de los condenados por delitos de lesa humanidad.
Tal situación, riesgosa en sí misma, es la que hace posible que, sin perjuicio de que se registre importantes avances judiciales, se produzcan también de cuando en cuando retrocesos muy peligrosos.
Por ejemplo, es una vergüenza que, salvo el “Fanta”, estén libres los degolladores de Parada, Guerrero y Nattino. También es una vergüenza la concertación de variados sectores y personajes para la concesión de beneficios a condenados en Punta Peuco.
Al efecto, los tribunales usan las normas de los delitos comunes sin considerar para nada que se trata de delitos de lesa humanidad y que, en tales casos, la procedencia de concesiones requiere mayores exigencias, acordes con la magnitud del daño causado.
Tales retrocesos en tribunales importan nada menos que el desconocimiento de las más elementales normas del Derecho y de los principios jurídicos internacionalmente validados ya desde los Juicios de Nüremberg.
Particularmente en el Estatuto del Tribunal Militar de Nüremberg de 1945, en la Resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas de 1946, en los Convenios de Ginebra y en la Convención de 1948 para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, siguiendo así hasta el Estatuto de Roma.
El Estado debiera llevar adelante en todos los niveles programas de educación ciudadana respecto de estos asuntos trascendentales. Es preciso ganar a los más amplios sectores para respaldar la demanda de Justicia de las agrupaciones nacionales de los familiares de las víctimas. Una forma de hacerlo, por ejemplo, es mantener debidamente informada a la opinión pública respecto de los más de mil procesos en curso. Dar difusión a los fallos judiciales es muy importante.
No podemos negar determinados avances, producto ante todo del esfuerzo de los familiares y de quienes le apoyan. Siempre hay algo nuevo que permite dimensionar la magnitud del genocidio. Importante en este país donde hay sectores políticos, incluso con representación parlamentaria, que siguen defendiendo lo hecho en dictadura, sin importar el dolor de cientos de miles de personas.
Como muestra de los avances, un ejemplo reciente. Se trata del fallo del juez Alejandro Madrid del 16 de febrero de este año recaído en la causa rol n° 7.981 – D que condena a cárcel a varios altos oficiales del ejército chileno, el general Eduardo Adolfo Arriagada Rehren y los coroneles Sergio Eduardo Rosende Ollarzu, Joaquín Larraín Gana, Jaime Fuenzalida Bravo y Ronald Carlos Benett como autores de los delitos de homicidio de dos prisioneros de la ex cárcel pública de Santiago y la tentativa de homicidio en contra de otros prisioneros políticos.
Se trata de los sucesos del 7 de diciembre de 1981 que conmovieron a la opinión pública nacional e internacional, pero cuyos escabrosos detalles y revelaciones sólo salen plenamente a luz ahora al conocerse el proceso y el desarrollo de la sentencia.
Como se recordará, por esa fecha un grupo de prisioneros políticos y algunos presos comunes de la cárcel pública presentaron gravísimos síntomas gastro intestinales, dolorosos y extraños. Como era obvio sus captores no les prestaron atención y la situación siguió complicándose hasta que sólo en la tarde del día siguiente, 9 de diciembre, fueron llevados a la enfermería del Penal y, al día siguiente, al Hospital del Centro de Readaptación Social de Santiago. Allí fallecieron Víctor Hugo Corbalán Castillo y Héctor Walter Pacheco Díaz, resultando con daño severo Guillermo Rodríguez, Adalberto Núñez, los hermanos Ricardo y Elizardo Aguilera Morales y Enrique Garrido Ceballos.
Los exámenes y pericias del proceso actual fueron categóricos. La causa de muerte fue una intoxicación botulímica provocada al introducir toxinas en los alimentos de los prisioneros.
Un modo operativo que debe analizarse en relación al homicidio del ex presidente Eduardo Frei Montalva y a la investigación actualmente en curso para determinar la causa de muerte de Pablo Neruda. Porque el asesinato químico perpetrado en contra de opositores a la dictadura no puede serle imputado exclusivamente al químico de la DINA Eugenio Berríos a la luz de los antecedentes actuales.
No olvidemos que, como está comprobado en el expediente judicial, la acción homicida de que hablamos estaba dirigida en contra de los presos políticos de esa cárcel y se contó además con la coautoría y/o complicidad de los propios mandos militares del presidio.
Naturalmente en su tiempo los tribunales militares no procesaron a nadie. Eran parte del tinglado montado por la tiranía. Hoy en cambio la lectura del expediente y de la sentencia del juez civil deparan sorpresas mayores.
En efecto, declaraciones del año 2003 de varios involucrados han revelado la existencia de un Laboratorio Químico secreto del ejército que se habría establecido a finales de los años 70 en lugares compartimentados y que registran traslados para ocultarlos. El objetivo declarado era la producción de agentes patógenos letales, toxinas anaeróbicas, la botulimia, el cultivo del ántrax y que, ojo, en 1998, es decir ya terminada la dictadura, el laboratorio habría sido llevado a otro lugar secreto por razones de seguridad.
Algunos de los uniformados han dicho que la razón de tales medidas era la inminencia de una guerra con Argentina que, se suponía, también usaría en contra de Chile elementos químicos. Se ha revelado además sus relaciones con el laboratorio Butantan de Sao Paulo, Brasil, de los militares brasileños.
Entre otras, como direcciones el laboratorio clandestino se menciona la de García Reyes 12 o la de Carmen 339, en este caso ¡junto a una Iglesia católica del ejército! Entre los declarantes hay militares que se desempeñaron previamente en los EEUU y pasaron luego al batallón de Inteligencia del ejército de calle García Reyes.
Pero, claro está, como hemos reiterado no todo son avances. Haber puesto hace muy poco en libertad a Francisco Toledo, uno de los brutales asesinos de los militantes del MIR, los hermanos Eduardo y Rafael Vergara Toledo, crimen cometido en 1985 en medio de protestas contra la dictadura, es una cruel burla al concepto mismo de Justicia.
Todo demuestra que sobran las razones para demandar nuevos esfuerzos, es necesario socializar esta larga lucha. Es urgente hacer conciencia en la sociedad, en especial en las nuevas generaciones, que sin verdad y justicia no habrá futuro democrático seguro.
Menos cuando en el país están vivos y actuantes los mismos elementos de poder que provocaron la gran tragedia.
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