¿Qué es la biopolítica? La idea hace referencia a lo que, el filósofo francés, Michel Foucault entendía como la politización o gobernación de la vida biológica de la población. Este concepto, sin ser enunciado explícitamente, ha tomado relevancia en la agenda pública de los últimos días, en materias como aborto, eutanasia y reposición de la pena de muerte, me detendré en esta última.
“Cada día morimos un poco” dicta el antiguo proverbio. No obstante, nuestra excesiva racionalidad nos inhibe darnos cuenta de este proceso biológico al cual estamos sometidos; y que además es una de las pocas certezas que tenemos al momento de nacer. Misma racionalidad que nos permite entender el vínculo del cuerpo con la política.
Desde la creación del Estado moderno, como fenómeno político, la administración de la población (vida-muerte) ha sido clave para el desarrollo de las sociedades.
Así, nociones contractualistas como la de Thomas Hobbes, depositan en el soberano la decisión de “hacer morir”.
En la misma línea, lecturas más contemporáneas, como la de Giorgio Agamben, nos plantean que la cuestión política se define como aquella decisión soberana donde se distingue a aquellos que merecen vivir, de aquellos cuya vida resulta prescindible; sobre todo cuando se puede matar sin cometer homicidio, derecho a matar. Ambas definiciones se cruzan en dos conceptos; el primero, lo político; el segundo, la soberanía.
Ambos conceptos, lo político y la soberanía se relacionan directamente con el poder. El espectro de lo político permite develar posturas en el eje ideológico, como lo sucedido con algunos diputados UDI-RN (en ejercicio y electos) que proponen derechamente la reposición de la pena de muerte.
Ahora bien, sin ninguna base empírica, los argumentos esgrimidos tienen un fuerte componente ideológico.
Desde la mirada conservadora, el tema de la seguridad, a partir de un enfoque del castigo delictual (ex post), es caldo de cultivo en contextos electorales, generando sintonía en la población; recordar que si tomamos en cuenta las encuestas de opinión pública, desde 1990 en adelante, la seguridad está en el podio de los temas que más preocupa a la población.
En este contexto, habría personas infractoras de la ley que merecerían morir en forma de castigo, eso con la falsa creencia de que existe cierta reposición emocional a las víctimas, además de un beneficio a la sociedad frente a la eliminación de un antisocial, aplicando la Ley del Talión. Aquí es donde se manifiesta la dimensión referida con la soberanía. Está relacionada con el “hacer morir” y el “dejar vivir”, permite categorizar y clasificar a la población.
Respecto de la pena de muerte existen diversos mitos que no encuentran correlato en la realidad.
En primer lugar, uno plebiscitario del tipo “la política estaría bien mientras cuente con el respaldo de la población”. Esto es falso, La gente en política sabe menos que en sus vidas. El sentido común no es mandato de mayorías.
La experiencia histórica nos indica que delitos de lesa humanidad que contaban con el apoyo de la población fueron considerados episodios monstruosos y catástrofes, de forma posterior.
En segundo lugar, un mito ligado al terror, donde “la amenaza de pena de muerte disminuiría el riesgo de ser víctimas de un ataque terrorista”. Falso, grupos radicales que buscan causar terror incluso pueden encontrar un incentivo en este tipo de políticas con el objetivo de escalar en el nivel de violencia.
Finalmente, uno de los mitos más populares es que “la pena de muerte genera disuasión en los delincuentes, haciendo que la sociedad sea más segura”. Para quienes crean esto, la pena de muerte tiene nulo impacto en la cantidad de delitos: Canadá, algunos Estados de Estados Unidos y casos como el de Singapur, siguen teniendo la misma cantidad de delito que cuando tenían pena de muerte.
El debate en torno a la reposición de la pena de muerte nos invita a seguir pensándonos como sociedad, sobre todo en tiempos donde los fenómenos sociales presentan altos niveles de complejidad e interdependencia.
La noción de biopolítica pone en relieve la posibilidad de concebir un nuevo contrato social, donde el Estado no tiene como principal fin la seguridad de la población, sino más bien la administración de ésta.
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