Uno de los aspectos en los que el feminismo jurídico ha puesto especial énfasis desde los ‘90 en adelante es en el tratamiento que se da, en el derecho penal, a todas las expresiones de violencia contra las mujeres.
Una larga lucha por parte de académicas y organizaciones feministas en el mundo logró que la violencia contra las mujeres fuera incorporada en los códigos penales, en sus diversas manifestaciones, visibilizando la situación de discriminación estructural, expresada en las leyes, que vivían las mujeres por el hecho de ser tales.
Desde Naciones Unidas y desde la OEA se urgió a los Estados a adoptar legislación a nivel nacional para prevenirla y sancionarla con una mirada que se hiciera eco del sesgo de género que en general presentaban las normas penales, enviando así una fuerte señal sobre las conductas que como sociedad no volveríamos a tolerar.
Así, a finales de los 90 se adoptó el Estatuto de Roma, el mayor ejercicio jurídico penal que ha hecho la humanidad en las últimas décadas.
Allí se identificaron las principales formas de violencia sexual contra las mujeres a partir de las experiencias que muchas sociedades vivieron en contextos de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra.
Cierto es que estas conductas se definieron para dichos contextos, pero la idea era - como en el caso de la desaparición forzada que aún no existe como delito común - contar con esos mismos tipos penales en la legislación ordinaria, cuestión de la cual aún no se hace cargo el Estado de Chile.
Uno de los temas claves que marcaron dicha discusión fue justamente la falta de concordancia entre lo que se regulaba y la experiencia de las víctimas.
Las discusiones fueron duras, la violación para el mundo penal masculino exigía penetración vaginal e incluso eyaculación para facilitar la prueba y para evitar denuncias falsas. La resistencia física de la víctima se estimaba crucial para determinar la falta de consentimiento.
Al fin y al cabo, cómo podría saberse de otro modo que efectivamente había habido oposición al acto.
La vivencia de las víctimas, sin embargo, mostró la variedad de respuestas frente a la violencia sexual. Algunas mujeres que se resistieron a ser violadas vivieron consecuencias peores o no sobrevivieron para contarla, otras lograron sobrevivir asumiendo un rol pasivo.
En todos los casos las mujeres y las víctimas desecharon la posibilidad de diferenciar la gravedad de la violación en función de la resistencia que oponían, puesto que la consecuencia era la misma: habían sido ultrajadas sexualmente por la fuerza o por la inhibición o incapacidad de manifestar su negativa al acto sexual. Resulta, a lo menos incomprensible entonces la propuesta del anteproyecto de Código Penal en relación a la distinción que hace entre violación mediante agresión sexual y violación mediante abuso sexual.
Esta gradación de la pena en la violación impone a las víctimas una obligación de actuar resistiéndose a la agresión que no hace más que aumentar el riesgo a su vida e integridad física y sexual.
Se expone a las mujeres a una paradoja: o se resisten con el potencial de sufrir mayor daño, o el delito se vuelve menos grave porque la víctima no habría sido forzada, no se habría resistido.
El contexto de coacción en el que vivimos las mujeres es permanente, en la calle, en el trabajo, en la casa y se nos sigue haciendo responsables de los actos de agresión sexual de que somos objeto.
La técnica legislativa de nuestros penalistas debe ser capaz de, por una parte darle el mismo desvalor y pena a todas las hipótesis de la violación, recoger las experiencias de las víctimas, y por otra, evitar que los jueces en su aplicación hagan distinciones en base al grado de resistencia que oponga la víctima, cuestión que aún es posible encontrar en sus fallos.
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