Apología al no desarrollo

En el debate ambiental que atraviesa nuestro país, hay grupos que defienden una serie de principios a los que ninguno de nosotros podría oponerse: el derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación, la necesidad de que el desarrollo económico incorpore consideraciones ambientales y sociales; el derecho a una equidad en la carga de los impactos ambientales sobre el territorio y las personas.En fin, objetivos todos deseables.

Sin embargo, estos principios están siendo sobrepasados por uno más peligroso, que está detrás de la serie generalizada de rechazos a megaproyectos de inversión: el principio del no desarrollo.

Hace unas semanas, Ricardo Bosshard, máximo representante de WWF en Chile, señaló en entrevista a la revista Qué Pasa y en relación al rechazo al proyecto Hidroaysén, que a WWF les gustaría promover el “no desarrollo” en la Patagonia.

Con otro lenguaje, pero en la misma línea, Douglas Tompkins aparece señalando en un diario. “Hay que dejar que la Patagonia busque su desarrollo a través del turismo y que los proyectos eléctricos se instalen en el norte”.Tompkins a su vez crítica las ansias de crecimiento desmedido de una sociedad que depende de recursos finitos. Señala que no se pueden compatibilizar esos aspectos.

En la práctica, el no desarrollo que plantean Bosshard y Tompkins es un desarrollo territorial a baja escala, no industrial, con tal cantidad de restricciones (básicamente restricciones de consumo) que es inviable como política nacional de desarrollo para cualquier nación y ciertamente inviable para Chile.

Bajo esta mirada, el consumo sería objeto de un reproche moral. Las personas demandarían, consumirían y posteriormente reemplazarían productos no esenciales, en una búsqueda de compensar carencias espirituales no satisfechas. Estamos incompletos y por eso consumimos.

Bajo esta mirada, el desarrollo local a baja escala vendría a reconstruir el balance entre las personas y la naturaleza, que la modernidad ha alterado.


Es una mirada válida, como todas. Pero que en la práctica ha desembocado en una campaña de rechazo a prácticamente todo tipo de proyectos: energéticos, mineros, inmobiliarios, forestales; a una intransigencia ante cualquier alteración de la naturaleza; a un menosprecio hacia el crecimiento económico y a los proyectos de desarrollo industrial; a una demonización de cualquier iniciativa que alimente un modelo productivo con más consumo y alteración de la naturaleza.

Como complemento, esta mirada idealiza la vida natural, la ruralidad, carente del vértigo del consumo urbano, representándola como un modelo de desarrollo local a escala humana, cuando mayoritariamente es precariedad y falta de servicios básicos.

De hecho, el modelo de no desarrollo que defiende Douglas Tompkins, solo puede ser adoptado por dos grupos de personas. Aquellos como él, millonarios que optan voluntariamente por una vida alejada de las oportunidades que le entrega la modernidad, más cercana a una vida rural de alto estándar, trabajando sus miles de hectáreas de bosques como si fueran proyectos de paisajismo.

Y por otra parte, las comunidades rurales aisladas, también privadas de los beneficios de la modernidad, aunque no voluntariamente. Sin colegios, sin médicos generales y mucho menos médicos especialistas, sin abastecimiento eléctrico permanente, sin agua potable, sin caminos ni transporte (no se trasladan en avionetas). Este grupo vive el modelo del no desarrollo forzosamente y no se ufanan de ello, más bien lo lamentan.

En el medio está el 90% de la población. Por una parte, imposibilitados de vivir una idílica vida de alto estándar cercana a la naturaleza y por otra, ahuyentados de la precariedad rural por la falta de servicios básicos, hacemos lo mejor que podemos en las ciudades. Y no somos ciegos, tontos o ignorantes por esta elección. Por consumir y buscar el desarrollo alejados de una contemplación mística de la naturaleza.

Esto no es una crítica a las iniciativas de conservación de la naturaleza, las que por cierto son absolutamente válidas y necesarias.

Más bien es un llamado de atención a la deformación de estos anhelos, a su exacerbación y a la ausencia de una consideración utilitarista de los recursos naturales, que también es válida y necesaria.

Paradojalmente, esta visión utilitarista, llamada desarrollo sustentable, es la más segura forma de conservar en el largo plazo los recursos naturales. No podemos, como política pública, depender del altruismo de millonarios nacionales o extranjeros, que junto con hacer llamados a la conservación critican nuestra forma de vida, llamándonos a adoptar una suerte de no desarrollo.

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