Hace cinco años, en el contexto de una sucesión de hechos globales que habían despertado el fenómeno de los “indignados”, el teólogo Leonardo Boff planteaba la hipótesis del ocaso del capitalismo.Señalaba dos causas para aquello que denominó “crisis terminal del capitalismo”: la superación de los “límites de la tierra” y la precarización del trabajo. Recordaba así la profecía de Karl Marx, en cuanto a que el capital conducía inevitablemente a destruir sus dos fuentes de riqueza y reproducción: la naturaleza y el trabajo.
Para graficar su hipótesis, Boff decía que el germen de autodestrucción radicaba en que sin naturaleza el capitalismo pierde su capacidad reproductiva. Agregaba que, al imponer la “dictadura de las finanzas” y el “rentabilismo”, el capitalismo había exigido a los trabajadores más formación, creando personas pensantes capaces de descubrir la “perversidad del sistema”.
Sobran las evidencias para sustentar la primera causa de la hipótesis de Boff. La superación de los límites de la tierra es verificable con el deterioro global de la naturaleza, que en muchos aspectos es inexorable. La destrucción de grandes masas boscosas del planeta, la contaminación de las aguas continentales y de los acuíferos, la destrucción de la atmósfera y la gigantesca contaminación de los océanos, dan cuenta de enormes transformaciones de la biósfera que se expresan en el cambio climático. Sus severos efectos económicos en la agricultura, en la pesca, en el abastecimiento energético, así como en la salud humana y en la conservación de las especies, a ratos, son alarmantes.
Aquella exhortación primigenia de “sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Manden a los peces de mar, a las aves del cielo y a cuanto animal viva en la tierra” (Gn 1, 28), perdió su virtuosismo original. La naturaleza dejó de ser bien común, haciéndose objeto de apropiación y de expoliación, convirtiéndose en fuente de riqueza económica y de acumulación. Rota la armonía entre el espíritu humano, el espirítu de la Creación y el Espíritu de Dios, irrumpió victorioso el espíritu del Capitalismo con su fuerza dominadora, consumidora y explotadora.
Nunca en la historia, como la de los últimos cincuenta años, se había alcanzado tal capacidad humana de depredación y de apropiación.
Ahora, pueblos enteros comienzan a sentir los rigores de la tiranía de ese Capital insubordinado a ninguna exigencia moral, que destruye fuentes fundamentales de sustentación, como aquel fenómeno que hoy obliga a volver una mirada crítica y dolorosa a la crisis que se vive en Chiloé.
Cuando la conciencia social calla, la naturaleza grita con fuerza. Hace cinco meses fue la muerte de 337 ballenas en Aysén; hace un mes, la muerte de 8 mil tonelas de sardinas en la caleta de Queule; hace dos meses, 30 mil tonelas de salmones muertos en centros de cultivo y ahora, 300 kilómetros de playas, hábitat de moluscos y mariscos, son dañados por el florecimiento descontrolado de algas nocivas.
En medio de la crisis, la desolación campea como un monstruo suelto sin rostro, capaz de confundir a sus víctimas, a dirigentes sociales, a científicos, a políticos y a una amplia gama de actores públicos y privados. Siendo desoladores sus efectos, es lógico que no haya responsables, quedando las culpas radicadas en un demonio de nombre abstracto, conocido como cambio climático global. Es una Babel que confunde y desencadena iras e impotencias colectivas.
En el silencio de las conciencias, hay responsabilidades locales, nacionales y globales, atribuibles a conductas individuales y colectivas; privadas, empresariales e institucionales, incluyendo la acción, la promoción y la omisión. Una compleja maraña de intereses se mezclan, desde las elementales necesidades laborales para la sustentación familiar, hasta el pudoroso acopio indiscriminado de riqueza económica a costa de una naturaleza frágil y vulnerable.
La enorme transformación de aquella bucólica cultura chilota de ayer, es la medida de esa confabulación de intereses económicos insaciables que, como un canto de sirena, convirtieron a Chiloé en el paraíso de los recursos naturales.
Allá llegaron los oportunistas y algunos chilotes se dejaron seducir por ofertas irresistibles de vender islas, islotes y fiordos. Cedieron a la tentación de rentabilizar el entorno, y entonces vendieron no sólo sus tierras, sino también los mares, las costas, los bosques, y con el ello, el canto de los pájaros, el aroma de los nothofagus, el silbido del viento, la cadencia lluvia y la nostálgia de sus atardeceres.
Incluso, hace sólo 12 años un 15% de la superficie de la isla fue vendida, el parque Tantauco. Ese día se consagró la vulneración definitiva de las leyes de Indias que protegían el patrimonio de los ancestrales pueblos huilliches. Este es un ejemplo de que Chiloé, cuna de la mitología chilena, se rindió a los encantamientos del Capital, y con el adquirió su fuerza consumidora. De ahí, todo tiene precio, todo se compra y se vende. Lo demás es conocido.
Pero hubo voces preclaras que advirtieron los riesgos de esa brutal embestida. Hace 40 años, en 1976, en plena dictadura, el obispo de Ancud, monseñor Juan Luis Ysern, creó la Fundación Diocesana para el Desarrollo de Chiloé, que se opuso tenazmente al mega proyecto de reducir a astillas los bosques de Chiloé. Eran días de dignidad en defensa del patrionio natural y cultural.
En el presente, hay evidencia de un desastre ambiental de grandes proporciones. Los chilotes reaccionan y se organizan, mientras las negociaciones se endurecen. Una lista de 15 puntos resume sus demandas.Hay atisbos de recuperación de dignidad, pero falta autocrítica.
Tienen la oportunidad de convertir la crisis ambiental de Chiloé en un campanazo de alerta global. Sus dirigentes sociales tienen la enorme responsabilidad de sentar un precedente global que permita restablecer la armonía entre el hombre, la naturaleza y su Creador, para promover una conversión social y productiva que permita volver a ver en los recursos naturales un bien común y no un mero objeto de depredación y de expoliación.
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