La ventana de oportunidades para detener el cambio climático se está cerrando rápidamente (si es que ya no se cerró) y el dilema que surge con fuerza es si la resolución de la crisis climática es compatible o no con el crecimiento económico.
Los paradigmas socioeconómicos vigentes, como los impulsados por el modelo neoliberal y el neomarxista, son cara y sello de una misma moneda ya que ambos consideran a la naturaleza como un recurso que sirve al hombre para satisfacer sus propias necesidades.
Estos paradigmas discrepan sobre quién debe gestionar “la despensa”, si el mercado o el Estado, pero no se cuestionan la subordinación de la naturaleza a las necesidades humanas.
Estas perspectivas antropocéntricas no quieren ver lo que hoy es difícil de ocultar: la naturaleza tiene sus propias formas para defenderse de la agresión que sufre por parte de la especie humana y ya comenzó a reaccionar con el objetivo de alcanzar un nuevo equilibrio que le permita mantener la vida por otros millones de años. Como dijo recientemente António Guterres, Secretario General de la ONU, en el Foro de Davos, “El cambio climático nos destruirá a nosotros, no al planeta”.
La epidemia de coronavirus surgida en la ciudad de Wuhan, en China, se transformó en un gran laboratorio económico y social para, entre otras cosas, sacar de lo disruptivo o de lo impensado a todas aquellas teorías que se presentan como alternativas para enfrentar la crisis climática y el colapso civilizatorio.
Desde que comenzó la epidemia en China, la contaminación atmosférica de ese país disminuyó un 25 % - que equivale a un 6 por ciento de las emisiones mundiales - según Global Carbon Project, una organización internacional que mide las emisiones de CO2 en todo el planeta.
En este contexto, debemos tener en cuenta que China es el principal país productor de CO2 a nivel mundial y es al mismo tiempo, el máximo responsable del aumento de la temperatura provocado por los seres humanos. Sólo en 2019 se estima que China emitió un 2,6 por ciento más de CO2 que el año anterior.
En simultáneo, en 2019, su economía fue responsable de un tercio del crecimiento de la economía mundial.
Entonces, con los sofisticados sistemas de medición de CO2 que existen en la actualidad, en poco tiempo más podremos saber cuál fue el aporte del coronavirus a la disminución de los gases de efecto invernadero en 2020; descontado, por cierto, el aporte adicional de CO2 que generaron los incendios forestales en Australia.
¿Qué sucederá si la disminución esperada en emisiones de CO2 no se corresponde con un descenso de la temperatura del planeta?
¿Qué pasará con las teorías dominantes que relacionan el aumento de CO2 con el incremento en la temperatura y consideran entonces a la disminución de las emisiones como un requisito indispensable para frenar el calentamiento global?
Esta relación directa entre ambas variables es la que hoy fundamenta todos los tratados y acciones internacionales que se proponen hacer frente a la crisis climática, incluso el Acuerdo de París.
Ninguna autoridad nacional o internacional ha dado a conocer seria y detenidamente la existencia de una “inercia” climática basada en el hecho de que las partículas de CO2 pueden durar hasta 200 años en la atmósfera.
Esta inercia en el clima puede dejar fuera de control el aumento de la temperatura y ubicar el incremento por lo menos en los dos grados advierten los nuevos modelos matemáticos, los IPM 6.
En esa línea, uno de los científicos fundadores del IPCC, el renombrado glaciólogo y climatólogo francés, Jean Jouzel, advirtió: “El clima después de 2050 se está jugando ahora, pues el actual ya está jugado”, es decir, no habría mucho más para hacer si queremos detener el aumento de la temperatura entre los años 2020 y 2050.
De esta manera, con el laboratorio generado por la epidemia del coronavirus podremos conocer si, a pesar del decrecimiento económico forzado, la temperatura promedio del planeta se mantiene en aumento o no.
Si el incremento en la temperatura continúa habremos entrado en una nueva normalidad climática y tendremos que realizar una adaptación profunda que contemple cambios radicales en nuestra forma de vida con el objetivo de sobrevivir.
Quién sabe, quizás el coronavirus sea el último llamado de atención que recibamos para enfrentar ahora y con urgencia la principal amenaza que tenemos como seres humanos, la crisis climática y ecológica.
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