Sin lugar a duda, hemos presenciado una catástrofe ambiental de gravísima lesión y perjuicio a los habitantes y al ecosistema de dos comunas de la V Región, Quintero y Puchuncaví, espacio territorial que se ha denominado como “zona de sacrificio”.
Ya el nombre es terrible. Ninguna persona debería vivir en una zona de sacrificio, ni ninguna zona, localidad o comuna debería ser destinada al “sacrificio”.
Eso es una brutalidad absolutamente evitable, si el Estado, las empresas, las organizaciones y demás actores fueran conscientes de sus derechos y deberes y si todos se comprometieran con la vida de la “Polis” y el bien común.
En nuestra Constitución Política, se consagra en el Capítulo III, Artículo 19, punto 8°, “el derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación”, y en el punto 9°, “el derecho a la protección de la salud”. No podemos escabullir esa responsabilidad y como sociedad debemos hacernos cargo de manera efectiva.
En esta columna, lejos de pretender culpar a determinadas empresas privadas o públicas, desearía poner el foco en temas como la claridad, coherencia, consistencia y el cumplimiento que deben existir cuando se avanza con proyectos empresariales, el consiguiente marco regulatorio y la participación activa de la ciudadanía.
Desde la mirada de la Economía del Bien Común hay dos temas muy relevantes, aplicables a esta situación: la medida de la “contribución a la comunidad local” y la “reducción de los efectos ecológicos”.
La contribución a la comunidad trata de garantizar un compromiso activo con la colectividad. La idea es “poner en marcha acciones/medidas que logren unos efectos positivos los más perceptibles posible. Realizar muchas acciones y no medir sus resultados, no tiene ningún sentido”.
Este es el punto de claridad necesario a considerar desde la empresa, escuchando con atención a las comunidades que son o serán potencialmente impactadas por su actuar, y verificar cómo se insertan, si existen efectos negativos por la misma ejecución de actividades y cómo se mitigarán.
Todo pensado desde la participación de los actores que son impactados por lo que se desee ejecutar.
En cuanto a la reducción de efectos ecológicos, se trata de “garantizar un compromiso activo con la reducción de los impactos ambientales directos e indirectos, demostrable con la reducción significativa y constante de dichos impactos, si es que los hay”.
He aquí el criterio de consistencia, expresado en insertarse adecuadamente, en los ciclos naturales, mediante el uso de tecnologías respetuosas con el medio ambiente, haciendo un uso eficiente de los recursos, reduciendo el consumo para disminuir la demanda de bienes y la resiliencia: como la “capacidad de amortiguar los sistemas (naturales y técnicos o económicos) en la medida en que estos pueden permanecer estables en condiciones adversas”.
Como objetivos más precisos debemos medir el impacto absoluto y el impacto relativo, buscando la optimización en el uso de recursos, con la transparencia y comunicación fluida a la comunidad organizada.
Como segundo punto, es importante considerar la reducción de emisiones, efluentes y residuos; minimizar los impactos globales y locales a la biodiversidad y, por último, la gestión y estrategia ejecutada, asegurándonos de que la organización posee mecanismos medioambientales dentro de la norma.
Finalmente, y no menos importante, el concepto de cumplimiento, basado en el compromiso de actuar en favor del bien común de la sociedad, comunidades y el ecosistema.
Si no avanzamos en comprender que lo más importante para una empresa no es la maximización de sus retornos financieros, sino la solidez de su ética y su real aporte a la sociedad (con el menor daño posible), no lograremos un desarrollo verdaderamente sostenible, que permita un mayor bienestar y felicidad a la población.
Esto nos deja como lección y desafío una situación dolorosa, que esperamos no vuelva nunca a ocurrir.
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