¿Qué imaginamos cuando escuchamos la palabra "parque"? Quizás pensamos en una plaza grande, con árboles añosos y senderos sombreados. Los ejemplos más conocidos son los parques urbanos: algunos icónicos como Central Park en Nueva York o nuestro Parque Forestal en Santiago. Rara vez, sin embargo, al evocar un parque pensamos en flora nativa o en fauna local. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando decimos "Parque Nacional"?
Para muchos, el término inmediatamente remite a la conservación de la naturaleza. En Chile, de hecho, un Parque Nacional es un espacio donde el Estado se ha comprometido a proteger ecosistemas nativos, resguardar animales y plantas propias de nuestro territorio y, muchas veces, conservar paisajes memorables. Cada agosto, al celebrarse el Día de los Parques Nacionales, se conmemora precisamente esta figura de protección.
De aquí surgen dos reflexiones. La primera es preguntarnos por qué no hemos incorporado con mayor decisión la flora nativa en nuestros parques urbanos. No hacerlo resulta difícil de justificar, sobre todo hoy. La vegetación nativa está naturalmente adaptada a las condiciones locales de clima y suelo, y resiste mejor plagas y enfermedades. Esto cobra relevancia en un escenario de escasez hídrica creciente. En la zona central, por ejemplo, los árboles del bosque esclerófilo son perennes, es decir, conservan sus hojas todo el año; no generan alergias respiratorias como algunas especies exóticas y atraen aves nativas. Lo mismo ocurre con arbustos y hierbas locales.
Es cierto que algunas comunas de Santiago han avanzado en incorporar especies nativas en su paisajismo urbano, pero sería deseable que esto dejara de ser una excepción local y se convirtiera en una política de conservación más amplia. ¿Por qué no pensar, entonces, que los parques urbanos también podrían ser auténticas zonas de conservación? Quizás así se acercarían más a lo que entendemos por "Parques Nacionales".
La segunda reflexión nos lleva a la escala del país. Chile es largo y diverso: reúne casi todos los climas del mundo y paisajes que van desde el mar a la alta cordillera en pocas horas. Además, sus fronteras naturales -cordillera, mar, desierto y Antártica- lo hacen un territorio casi insular, con una riqueza biológica única y con un alto grado de endemismo. Esa diversidad y singularidad son tesoros naturales que se buscan proteger a través del Sistema Nacional de Áreas Silvestres Protegidas del Estado (SNASPE).
Actualmente, alrededor del 23% del territorio continental chileno está protegido bajo alguna categoría de este sistema, un porcentaje cercano a la meta internacional de conservar el 30% de la superficie terrestre para 2030.
Sin embargo, la distribución de esta protección es profundamente desigual: 86% se concentra en la Patagonia, dejando zonas como del Norte y la Región Mediterránea con escasa representación. En estas áreas, la biodiversidad es abundante pero las áreas protegidas son pequeñas y fragmentadas, lo que genera grandes vacíos de conservación.
¿Será que flora y fauna de los ambientes áridos no se perciben como sujetos de protección? Tal vez esta visión se explique porque la noción de parque suele estar asociada a la presencia de árboles, tal como los conocemos en los parques urbanos. Pero basta observar lo que ocurre en el norte tras las lluvias para darnos cuenta de que allí la vida abunda: bajo la aparente aridez del desierto, miles de semillas y otras estructuras subterráneas esperan la señal adecuada para germinar, desplegando el espectáculo del desierto florido. Plantas, insectos, aves, reptiles y mamíferos se entrelazan entonces en un ecosistema vibrante que, aunque efímero, revela una riqueza tan frágil como extraordinaria.
Es momento de ampliar nuestro concepto de "parque". Nuestros parques urbanos deberían privilegiar especies nativas y nuestros parques nacionales expandirse hacia zonas que, aunque no coincidan con la imagen tradicional de un bosque frondoso, albergan biodiversidad endémica, variada y vulnerable. Una biodiversidad que merece toda nuestra atención y cuidado.
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