"Te jodiste porque no te voy a dar entrevistas a ti por un año por puras preguntas huevonas", le espetó el entonces senador Fernando Flores a un periodista al término de una entrevista realizada el año 2009. Tal aseveración, ampliándola con la inclusión de los comentarios, podría servir como subtítulo de la presente columna, en cuanto se aplica al lamentable espectáculo que han ofrecido los canales de televisión abierta al cubrir tragedias en los últimos años.
Desde hace algún tiempo se ha impuesto la pésima costumbre de hacer una transmisión continua cuando ocurre una catástrofe tanto a nivel nacional como internacional. Recuérdense, a modo de ejemplo, el megaincendio de los cerros de Valparaíso del año 2014, el gran incendio forestal del verano de 2017, la desaparición y crimen del pequeño Tomás en la localidad de Caripilun el año pasado y el actual conflicto bélico por la invasión de tropas rusas a Ucrania.
Como se trata de emisiones extensas, hay que rellenar con cualquier cosa, de ahí el conjunto de impertinencias, desaciertos, yerros y un largo y florido etcétera que daría material para un manual sobre lo que no hay que hacer en periodismo. Y esto en un doble frente: los noteros en terreno y los comentarios de quienes se encuentran en el estudio.
Lo absurdo de muchas preguntas da para un premio Nobel, si existiese esa categoría. Si en un incendio se le pregunta a una víctima "¿qué siente en estos momentos?", quizá la respuesta proporcionada a tamaña estulticia sería "calor"; faltaría por averiguar si el calor se debe a a) el incendio; b) la imbecilidad de lo que se está preguntando o c) todas las anteriores.
En relación a la guerra entre Rusia y Ucrania, mirar en los matinales cómo los conductores se atropellan para quitarse entre ellos la palabra y, peor aún, quitarle la palabra al especialista invitado o al enviado especial al lugar de los hechos, para expresar sus hipótesis e interpretaciones ridículas, es un verdadero espectáculo. Hace poco miraba en un canal cómo el analista tuvo que interrumpir a los presentadores, diciendo: "Cortito, quiero agregar esto...". Ver cómo ponen, para nombrar uno de muchísimos casos, a Libardo Buitrago a explicar con un mapa y un puntero el movimiento de las tropas, y cómo él va nombrando unas ciudades y apuntando otras: nombra Kiev y muestra Jarkiv, o nombra Odesa y muestra Mariupol, es para estallar en carcajadas o llorar a gritos, y todos los demás muy serios, asintiendo con rostros graves.
También sucede que colocan el rótulo ÚLTIMO MINUTO y muestran lo que pasó el día anterior. Ni qué decir de esa costumbre de mostrar un video en una especie de "loop" o bucle que se repite una y otra vez ad nauseam.
Parecen olvidar o desconocer que en la guerra un arma poderosísima es la desinformación o información falsa entregada por cada una de las partes. Se dedican, entonces, a construir hipótesis sobre falacias, con una ingenuidad, por no decir otra cosa, mayúscula. Eugenio Ionesco, fundador del teatro del absurdo, es una alpargata al lado de estas figuras. Las emociones y el sensacionalismo han hecho añicos la objetividad que debería caracterizar esta profesión y a los medios de comunicación social.
Para no desorientar a la población, la que por lo demás tampoco se caracteriza por un gran nivel de análisis, es imprescindible que los periodistas posean una especial capacidad de penetración en la realidad, una especial agudeza y finura intelectual, la cual brilla por su ausencia en el circo de opiniones, preguntas y comentarios equivocados que nos ha tocado padecer en la televisión abierta.
En los numerosos casos en los que la situación descrita se da, constituye una múltiple falta de respeto: a la profesión, a las víctimas, a los destinatarios y a ellos mismos. Es una verdadera tragedia, aunque con cierto carácter de comedia tragicómica, sobre tragedia.
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