Escribo esta columna por la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado de 1973. Es una reflexión entrelazada entre el asombro y el pesar. Asombro porque luego de una cruenta dictadura, como sociedad, no hemos encontrado la manera de acordar las formas básicas que ordenen nuestra convivencia o, por lo menos, algún piso común que a todos nos interprete. Y pesar porque podemos constatar que aún estamos divididos por la herida que dejó el 11 de septiembre, el correspondiente quiebre democrático y los horrores de la dictadura.
Hoy los medios de comunicación, los debates universitarios, las conversaciones coloquiales y los encuentros familiares están inmersas en ese 11 de septiembre de 1973. Aunque pretendamos abstraernos, este debate histórico nos atrapa. Qué duda cabe, se trata de una fecha trágica y controversial que está grabada en la historia de Chile.
Por esta razón, muchos han sugerido que debemos olvidar este pasaje de la historia, ¿debemos olvidar? Por ningún motivo. ¿Cómo vamos a olvidar el quiebre de la democracia? ¿Cómo vamos a olvidar tantas muertes, como las de Víctor Jara, al que torturaron y acribillaron con 44 tiros? ¿Cómo no conmoverse cuándo, a pesar de una verdad judicial, queda una legítima convicción que nos dice que Frei Montalva fue víctima de los agentes de la dictadura? ¿Cómo vamos a aceptar tanta violencia aplicada desde el poder del Estado contra compatriotas por el hecho de pensar distinto? Nada, pero nada, justifica este tipo de hechos, menos aún en una democracia. Por ello, debemos recordar para no cometer esos abusos del pasado. Y aquello no significa, de ningún modo, buscar venganza. Sólo significa reconocer que la dignidad de toda persona está por sobre cualquier tipo de diferencia política.
Ahora bien, junto a la memoria y a la búsqueda sin claudicar de la justicia, también nos asiste la responsabilidad de pensar en el presente y en el futuro de Chile. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo superar esta evidente división? ¿Cuál es el camino para reencontrarnos? Estoy consciente que son preguntas incómodas y difíciles de responder, pero necesarias de abordar por cuanto este pasado vuelve con inusitada vigencia al presente.
En el esfuerzo por promover el diálogo e intentado hallar una respuesta, me parece apropiado acudir a aquello que nos da sentido de pertenencia. Mi sugerencia proviene desde la filosofía comunitaria. Pienso que nos haría bien preguntarnos qué significa formar parte de esta comunidad de comunidades que se llama Chile. La virtud de sentirse parte de una comunidad es que sus miembros comparten no sólo una historia, sino que también propósitos y afectos comunes. Una comunidad política no evita los conflictos, pero sí sabe abordarlos desde la perspectiva del bien común. La vida política en comunidad no es la imposición de una lógica colectiva homogeneizadora ni tampoco la falsa promesa de una libertad individual, sino más bien significa comprender que somos seres gregarios, que vivimos con otros y para otros. En definitiva, es comprender el valor de la persona y la comunidad como partes de un todo.
En esta misma dirección importan los valores y principios que decimos defender. Un sistema político se sostiene sobre convicciones que permiten un determinado acuerdo social. Es tal como lo enseñó David Easton, en la década del '50, al sostener que la política es "la asignación imperativa de valores para una sociedad".
En estas horas de entreveros, es propicio preguntarnos cuáles son los valores comunes y cuál es el proyecto de país que nos sitúe a todos en una misma ruta. La historia muestra que Chile se ha construido a partir de la valorización de la libertad, el rechazo a toda opresión y la primacía del derecho por sobre toda lógica autoritaria. Por ello, es que hemos valorado a la democracia como forma de gobierno y que, a pesar de los muchos errores en el camino, hemos buscado conjugar la libertad, la igualdad y la fraternidad como valores cardinales.
En consecuencia, el debate actual lo debemos hacer respetando lo que decimos promover, esto es una sociedad plural, inclusiva y participativa. No existe una democracia consolidada si no va acompañada de una sociedad libre, pero también social y políticamente cohesionada.
Si miramos hacia atrás, es evidente que no encontraremos una sola opinión sobre los hechos que determinaron el gobierno de la Unidad Popular y las circunstancias sociales y políticas de aquella época, pero sí tenemos que reconocer que existe una responsabilidad con el presente y, sobre todo, mirando el futuro. Así las cosas, no hay excusa que valga para arribar a un acuerdo cuando está en juego el futuro compartido.
En medio de tanta confusión y polarización, es útil recordar que la política no es sólo acción, también es reflexión. Que la política no es sólo confrontación, también es cooperación. Que la política no es sólo disputa por el poder, también es acordar objetivos comunes.
No quiero parecer ingenuo ni tampoco iluso. Todos sabemos las dificultades de la contingencia social y política. Pero estimo que aquí está la clave para reencontrarnos. Es decir, perseverar en la idea que, a pesar de las diferencias, formamos parte de una misma comunidad política y que el futuro es mejor juntos que divididos.
Concluyo esta reflexión recordando a dos líderes políticos que admiro. Me refiero a Eduardo Frei Montalva y a Patricio Aylwin Azócar. A ambos les correspondió presidir Chile en tiempos convulsos. Y ambos son recordados por su liderazgo, su templanza y buen juicio para gobernar Chile.
Frei Montalva en su discurso ante el Congreso en 1964, para pedir apoyo para implementar su programa de gobierno, dijo con toda humildad: "No se humilla quien ruega en nombre de la patria". Por su parte, Patricio Aylwin, en su histórico discurso en el Estadio Nacional tras el retorno a la democracia, con autoridad y sabiduría republicana, nos recordó que "Chile es uno sólo". Hoy tenemos la responsabilidad de reencontrarnos porque efectivamente "Chile es uno sólo" y, por lo tanto, tenemos que hacer todos los "ruegos" necesarios para recuperar el necesario sentido de comunidad y de pertenencia a la causa de Chile. Que es una causa de nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro.
A 50 años del golpe de Estado, todos debemos promover el reencuentro de los chilenos y chilenas. Todos merecemos soñar con la esperanza que ofrece un mejor futuro juntos. Todos merecemos un acuerdo político que nos permita vivir en armonía. Y todos merecemos un abrazo que nos permita convivir en paz. De eso se trata la buena política. Por todas estas razones, los chilenos nos debemos reencontrar. Es posible hacerlo y este 11 de septiembre de 2023 es una ocasión propicia para aquello.
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